Ya estamos llegando al final de este primer y único capítulo-preludio a la campaña Rincón de Aquelarre. No os preocupéis, mis sufridos lectores, pues la próxima entrega será la última.
Una gran muchedumbre se había reunido en el patio de armas para asistir a la ejecución. En cuanto aparecieron los condenados, marchando en fila india con grilletes en los pies y las manos atadas detrás de la espalda, les cayó encima una lluvia de piedras, frutas y huevos podridos. El griterío era ensordecedor. Insultos de todo tipo surcaban el aire, como si formaran parte de los numerosos proyectiles que estaban siendo lanzados. Ruy y Sancho se situaron lo más lejos que pudieron de las horcas para evitar ser reconocidos por alguno de sus antiguos compañeros de armas. Con el corazón en un puño, buscaron a Ataúlfo entre ellos cuando subieron al tablado que se había construido para la ocasión, y suspiraron con cierto alivio cuando vieron que no era ninguno de aquellos diez hombres; pero aún les aguardaba el turno a otros doce a los que no habían podido ver, y siguieron rezando por que el navarro hubiera podido escapar junto con su hermana. Las piedras continuaron volando durante un buen rato e impactando en los reos. Después el párroco del pueblo subió al tablado junto con los verdugos, para darles la absolución. Los condenados asentían a sus palabras con la mirada perdida, mientras les quitaban los grilletes de los pies y les colocaban las sogas que pendían de un grueso y alargado travesaño de madera. Uno a uno, los fueron colocando en unos caballetes, a cuyos pies esperaba uno de los verdugos. El párroco terminó su labor y abandonó el tablado.
Don Gonzalo, sus más allegados y el alcalde disfrutaban de una excelente vista desde sus gradas de madera. Uno de los hidalgos del ejército de Pierre les acompañaba. Don Gonzalo había perdido a su capitán en la trifulca de anoche, pero se procuró un buen sustituto: aquella mañana, haciendo oídos sordos a las protestas del párroco, había organizado un combate a muerte entre los dos hidalgos del ejército de Pierre que habían sido capturados, a modo de parodia del llamado Juicio de Dios en el que dos nobles se enfrentaban entre sí para resolver sus diferencias, un procedimiento tan antiguo como legal en Castilla, usado sobre todo para lavar cualquier ofensa que se hubiera hecho pública. Sin embargo, en esta ocasión, don Gonzalo proclamó que el vencedor tendría el honor de dirigir a sus hombres. El hidalgo no tuvo reparos en matar a su antiguo compañero, y no se le veía nada disgustado por tener que asistir a la ejecución de los hombres que tanto tiempo habían luchado junto a él, sino más bien todo lo contrario. En cuanto a Pierre, nadie sabía qué había sido de él. Solo se supo que dirigía el ataque una vez que los prisioneros fueron interrogados, pues los yelmos no solo son útiles para proteger la cabeza, sino también para ocultar la propia identidad. Al no encontrarlo a él ni a su caballo entre los caídos, se pensó que había logrado huir.
Un grito de júbilo sonó en el momento en que el verdugo le dio una patada al caballete que sostenía al primer reo, haciéndole caer y quedar colgado de la soga. Aquel acto era una magnífica propaganda a favor de don Gonzalo, que se jactaba de haber salvado el pueblo y ahora servía en bandeja las cabezas de los culpables para que todos los vecinos disfrutaran con la ejecución de aquellos que habían pretendido saquearles. El reo pataleó, luchando en vano contra la asfixia, pues no había tenido la suerte de romperse el cuello y morir de inmediato al caer. Mientras se balanceaba aún vivo pendiendo de la cuerda, cayó el siguiente hombre, con un nuevo grito del gentío, pero este murió en el acto con un sonoro crujido de su cuello. Cuando cayó el tercero, el primero todavía se movía desesperadamente, retorciéndose. Entonces el verdugo que había puesto las sogas saltó sobre él y se agarró a su cuerpo. Aunque de esta manera logró partirle el cuello, se convulsionó durante unos instantes antes de morir.
Sancho se estremecía mientras contemplaba el macabro espectáculo. Uno de aquellos desgraciados podía haber sido él. Habían corrido un gran riesgo al dirigirse a don Gonzalo para desvelarles el ataque, y no había servido de nada. Él y Ruy fueron retenidos mientras uno de los hombres de don Gonzalo acudía al lugar señalado por ellos para comprobar si estaban diciendo la verdad. Al regreso del soldado, el de Tarazona, contrariamente a lo que habían esperado, decidió aniquilar a los atacantes. Tal vez si hubiera sabido que se trataba de Pierre Navarr hubiera llegado a un acuerdo con él, pero no podían revelarle la identidad del capitán, ya que ello implicaba que lo conocían y se hubieran delatado. Dio instrucciones para despertar a todos los vecinos silenciosamente y ordenarles que se guarecieran en el castillo, incluida la gente de los arrabales; después se colocó una fila de ballesteros frente a la puerta por la que seguramente planeaban entrar los mercenarios, y tras ellos formó casi toda la tropa, a la que se unió la milicia del pueblo, quedando solo unos pocos en el castillo como medida preventiva. A don Gonzalo se le vio el plumero: en cuanto el soldado le informó del armamento y los caballos de los que disponían los saqueadores, los codició como si fuera otro mercenario más. Aquello iba a ser una auténtica carnicería, y solo por un puñado de monturas que añadir a las muchas de las que ya disponía. Pero los vecinos se mostraron encantados al ver que los saqueadores iban a recibir su merecido, y colaboraron con don Gonzalo en lo que pudieron; aunque algunos de ellos seguramente pensaron que lo único que había hecho su ilustre huésped era sustituir en el saqueo a aquellos mercenarios por los suyos propios, pues los soldados, borrachos de vino y de triunfo tras la batalla, decidieron concederse el premio de desahogarse con sus hijas y sus esposas por su desmedida valentía, y si bien algunas no chistaron e incluso se entregaron de buena gana, la mayoría demostraron a sus parientes con sus gritos su disconformidad con tal pago, sin que estos se atrevieran a plantarle cara a sus agresores. Fue en mitad de esta orgía en que degeneran las victorias cuando Ruy y Sancho, agradecidos haber pasado a un segundo plano debido al afán de protagonismo de don Gonzalo, fueron soltados y regresaron a la posada, para comprobar que ni la mula ni las alforjas se encontraban ya en el establo. Quisieron pedirle explicaciones al mozo, pero no lo encontraron por ninguna parte; después se dirigieron a la habitación del posadero, pero estaba cerrada a cal y canto y nadie contestaba a los porrazos que pegaban en la puerta. La sala común se había convertido en un improvisado prostíbulo en el que numerosas chicas corrían de acá para allá, medio desnudas y aterrorizadas, perseguidas por los soldados, que las golpeaban y las tomaban sin ningún pudor encima de las mesas e incluso en el suelo. Era la noche de los vencedores, y la diosa Justicia les concedía la gracia de taparse los ojos para no contemplar sus actos, fueran cuales fueran. Ruy y Sancho habían vivido esa escena muchas otras veces y habían participado en ella, pero ahora no formaban parte del bando vencedor, sino de aquellos de los que era lícito hacer uso para descargar la adrenalina que había sobrado a quienes habían participado en la batalla, o para obedecer a los dictámenes de la mente desquiciada por el licor. No tuvieron más remedio que refugiarse en la habitación que habían alquilado, la cual, como había hecho el posadero, atrancaron con el poco mobiliario de que disponían.
Cuando el gentío, que descargaba contra los vencidos la ira que los vencedores habían despertado en ellos, acompañó con sus vítores la expiración del último reo, Sancho y Ruy se retiraron discretamente, sintiéndose derrotados y preocupados por su futuro, pero al menos con el consuelo de que ni Ataúlfo ni su hermana estaban entre los condenados, y con la esperanza de que hubieran podido escapar a la masacre.
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1 comentario:
Excelente Blog, muy interesante la Fortaleza, buenas lecturas he encontrado aquí, te invito a visitar mi Blog y unirte al Señor Oscuro contra el Oeste Rebelde.
"Za dashu snaku Zígur"...
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