miércoles, 13 de febrero de 2008

Capítulo I: Tiempos de paz (3ª entrega)

Tercera de las seis entregas de este capítulo introductorio de la campaña Rincón de Aquelarre.


– ¡Mal rayo lo parta! –gritó Sancho–. Estoy harto de ese canalla. Se comporta como el rey de los desheredados. Sabe muy bien que dependemos demasiado de él, por eso no teme que le traicionemos.
– Bueno, cálmate –dijo Ruy–. En realidad tiene razón, podemos facilitarle mucho las cosas quedándonos aquí. Si nos ha elegido a nosotros es porque sabe que podemos serle útiles.
Ruy no creía realmente en lo que decía, pero lo dijo intentando calmar a Sancho.
– ¡A otro perro con ese hueso! –exclamó este–. Te ha elegido a ti por lo que te ha elegido. Y a mí me ha elegido porque te ha elegido a ti. Lo sabes muy bien.
Ruy guardó silencio. Sabía de lo que hablaba Sancho, y tenía toda la razón. Él era el único hombre de origen humilde en toda la tropa que tenía conocimientos tácticos y estratégicos. Con esos conocimientos se vendió a Pierre el día que habló con él para intentar entrar en su ejército de mercenarios. Desde entonces ninguno de los hidalgos que le acompañaban estaba dispuesto a arriesgar el pellejo mientras Ruy estuviera allí. Él podía pasar desapercibido, mientras que ellos tenían que pavonearse allá por donde pasaran, y llamarían demasiado la atención entrando a un pueblo armados y acompañados de sus perros de presa, despertando los recelos del alcalde y todos los vecinos. Pero Pierre solo valoraba la habilidad de Ruy en la medida en la que podía serle útil en un momento dado. Una vez que tenía la información le importaba un carajo la suerte de quien se la había administrado. No había ningún premio por ser útil a la tropa, había castigo por no serlo cuando se tenía la oportunidad.
Aquellos pensamientos retrotrajeron a Ruy a su infancia. Fue su padre el que le había enseñado todo lo que sabía. Pero no quería pensar en la razón por lo que lo hizo. Su triste pasado le perseguía implacablemente, y por mucho que intentara esquivarlo siempre le alcanzaba. Cada día. Cada minuto.
– Despierta, que esta noche no se duerme –le dijo Sancho zarandeándolo al ver que tenía la mirada perdida. Sabía que su amigo estaba de nuevo perdido en la niebla del pasado e intentaba distraerle para traerle de regreso–. Podríamos ocuparnos del alguacil de la puerta sur –dijo acercándose a la ventana de la habitación y abriendo los postigos. Desde allí tenían una vista perfecta del castillo y de la puerta oriental–. Si nos sale bien podríamos probar con el de la puerta norte. Pero el de la puerta enfrente del castillo es demasiado arriesgado. Ese que lo mate el maldito francés.
Ruy se acercó también a la ventana. Hacía rato que habían tocado completas y estaba todo muy tranquilo. Solo se oía el canto de los grillos.
– Lo primero es salir de la posada sin levantar sospechas –dijo Ruy–. ¿Has pensado algo?
– La puerta se abre fácilmente desde dentro, pero desde fuera solo puede cerrarse con la llave; uno tiene que quedarse dentro para cerrarla. La posada tiene un patio interior. El muro es muy liso para escalarlo, y no tiene asideros, pero no es muy alto, y da a un callejón solitario. Primero salgo yo por la puerta, tú la cierras y te diriges al patio, y yo te echo la cuerda desde el otro lado del muro.
– ¿Estás seguro de que no nos verá nadie? –preguntó Ruy.
– El patio solo es visible desde una de las habitaciones del piso de arriba. Nosotros somos los únicos inquilinos, y el posadero duerme abajo con su mujer, en una habitación.
– ¿Y el muchacho?
– Duerme en el establo.
– Pues vamos –dijo Ruy, dirigiéndose hacia la puerta.
– ¡Espera! –dijo Sancho, mirando por la ventana–. ¿Qué demonios es eso?
Ruy se acercó de nuevo y miró a través de las rejas. Un grupo de gente se estaba acercando a la puerta del castillo. Parecía un gran séquito. Les guiaba uno de los alguaciles con una antorcha. Detrás de él iba un jinete fuertemente armado, seguido de otros y algunos soldados a pie. Los jaeces de los caballos eran muy lujosos, con borlas doradas que pendían de las mantillas azules, colocadas sobre bardas provistas de capizanas que cubrían el cuello del caballo y petrales en los que aparecían grabados escudos de armas. El jinete que encabezaba la comitiva debía ser un capitán. Vestía una loriga reforzada con piezas de metal, cubierta por un sobreveste azul oscuro. Una celada provista de un penacho negro cubría su cabeza. Los demás jinetes también iban muy engalanados, aunque no tan bien armados como el primero. Ruy contó un total de doce, más unos veinte soldados a pie, todos provistos de lanzas. Detrás de ellos iba un enorme carruaje tirado por cuatro caballos, con un gran escudo en el lateral, rodeado y seguido de un ejército de criados.
– ¡Es don Gonzalo! –exclamó Ruy al ver el escudo.
– ¿El de Tarazona? –inquirió Sancho, a lo que Ruy asintió–. ¿Qué cuernos está haciendo ese aquí a estas horas?
– Aguarnos la fiesta –dijo Ruy–. ¡Hay que avisar a Pierre!
Ambos observaron cómo se abría la puerta del castillo y entraba en él toda la compañía. Don Gonzalo era un viejo conocido de la tropa de Pierre. Era un señor tornadizo que había vendido Tarazona al rey de Aragón durante la guerra, traicionando a la corona castellana. Alquiló los servicios de Pierre para que luchara en el bando aragonés en algunas de las batallas que tuvieron lugar después.
– Puede que lo haya visto entrar –dijo Sancho.
– Imposible –refutó Ruy–, han entrado por la puerta norte, y los nuestros están reunidos en el bosque que hay al sur junto al cerro. No pueden haberlos visto.
– Pues ya me dirás cómo los avisamos –dijo Sancho, con creciente nerviosismo–. Ahora que está aquí don Gonzalo se van a tomar muy en serio las labores de vigilancia.
– ¡Mierda! –gritó Ruy, lleno de frustración, moviéndose de un lado a otro con manifiesta excitación–. Seguro que está preparando algo. No es normal viajar en plena noche con todo ese séquito. Era la ocasión para que Pierre hiciera un trato con él, y en vez de eso nos vamos a matar con ellos.
– Pero algo podremos hacer –dijo Sancho con un brillo de esperanza, creyendo que Ruy daría con la solución de un momento a otro.
– Solo veo dos posibilidades –dijo Ruy tras meditar unos instantes; su tono no era nada halagüeño–. Por nada del mundo abrirán las puertas ahora. Solo podremos salir de aquí asesinando a uno de los alguaciles y arrebatándole las llaves, pero ni siquiera podemos contar con nuestras armas; solo tenemos los puñales que llevamos escondidos en las botas.
– ¿Y la otra posibilidad? –inquirió Sancho, expectante.
– La otra... –Ruy se interrumpió; le costaba hablar de esa segunda posibilidad, pero finalmente lo soltó–. La otra es poner a don Gonzalo al corriente de la situación, decirle que vimos a unos soldados apostados en el bosque cuando veníamos hacia aquí.
Sancho miró a Ruy a los ojos, sorprendido. Se hizo un incómodo silencio.
– Pero Ataúlfo... –acertó a decir Sancho.
– Lo sé, maldita sea –le cortó Ruy–. Pero no hay otra forma de salvar el pellejo. Además, si le avisamos con tiempo puede que consigamos arreglar la situación. Puede que don Gonzalo despliegue a sus hombres frente a la muralla para amedrentar a Pierre. A lo mejor Pierre decide no atacar si los ve.
– ¿Y si nos reconoce alguno de los hombres de don Gonzalo? –preguntó Sancho.
– No lo sé, Sancho, no lo sé... –dijo Ruy con preocupación–. Es un riesgo que tendremos que correr. Ha pasado mucho tiempo desde que nos contrató. Puede que nadie nos reconozca así vestidos y sin armas.
Se hizo un nuevo silencio reflexivo. En ese momento terminó de entrar todo el séquito de don Gonzalo y se cerró el portón del castillo. Cuatro alguaciles salieron en distintas direcciones, hacia las puertas de la muralla. Ahora había dos alguaciles custodiando cada puerta. Ambos supieron entonces que no tenían alternativa.
– Si lo hacemos ya no podremos volver con Pierre –dijo Sancho, como para sí, pero luego miró a Ruy con cara de preocupación ante el incierto destino que les esperaba..
Ruy le echó el brazo por encima del hombro y le apretó para infundirle fuerzas.

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