viernes, 14 de noviembre de 2008

La Espada del Sol

Relato de mi aventura en Fuego sobre el Agua, segundo libro de Lobo Solitario. Precaución: desvela toda la trama.

Aventura: Fuego sobre el agua

Características: Destreza en el combate 13 (+2, +2), Resistencia 24

Disciplinas del Kai: Sexto sentido, Dominio en el manejo de las armas (martillo de guerra, +2 DC), Curación, Ataque psíquico (+2 DC), Defensa psíquica, Camuflaje.

Armas: Hacha, Martillo de guerra.

Coronas de oro: 36

Equipo: 1 comida, 1 comida de laumspur.

Objetos especiales: Mapa de Sommerlund, Medallón de la Estrella de Cristal, Cota de mallas, Escudo.


La guerra había comenzado. Las tropas de los Señores de la Oscuridad progresaban hacia Holmgard para acabar con su primer y más peligroso enemigo: el país de Sommerlund. Tras la desaparición del monasterio y de la orden del Kai, yo era el único vestigio que quedaba de aquellos grandes guerreros que habían defendido Sommerlund durante siglos. Logré llegar a la capital e informar al rey de las tristes noticias de la muerte de los señores del Kai y de su hijo Pelathar en la guerra que había estallado. Me dijo que sin la protección de los señores del Kai estábamos perdidos, pero que aún quedaba un resquicio para la esperanza, pues existía un poder capaz de enfrentar a los Señores de la Oscuridad: la Espada del Sol. Tras la anterior batalla con los Señores de la Oscuridad, la espada había sido entregada a Durenor, país vecino y aliado de Sommerlund, como señal de amistad. En respuesta, el rey Alin de Durenor regaló a Sommerlund un magnífico anillo de oro con el escudo real, conocido como Sello de Hammerdal, jurando que acudiría en ayuda de Sommerlund si alguna vez se volvía a desatar la guerra. El rey Lunar me entregó el anillo y me pidió que fuera a Durenor a por la Sommerwerd, la Espada del Sol, para cambiar la suerte de Sommerlund en la guerra. Mientras tanto, el ejército enemigo ha logrado vencer el cerco exterior y se dispone a sitiar la ciudad. No había tiempo que perder. El capitán de la guardia real, D’Val, me llevó a la armería, de donde tome una cota de malla y un escudo para protegerme en el largo viaje que debía hacer hasta Durenor. Luego me condujo a las puertas de la ciudadela, donde me esperaba un carruaje que debía llevarme al puerto. Una vez allí, el cochero me dijo que debía embarcar en una nave llamada Cetro Verde.



Mientras el barco zarpaba, fui a la taberna. Me sorprendí al encontrar las puertas cerradas. De pronto, una mano me agarró y me arrastró hacia la oscuridad. Cuando me libré de la presa, comprobé que había sido arrastrado allí por un marinero que se disculpó por su rudeza. El lugar estaba desierto, excepto por una pareja de ratones que roían un trozo de queso. Me dijo que el Capitán Kelman le había ordenado llevar al Cetro Verde a Lobo Solitario, pero debía asegurarse de que no era un impostor.


Le demostré quién era con un ataque psíquico. El marinero cayó de la silla apretando el puño como si hubiera agarrado un carbón encendido. Cuando le expliqué lo que había sucedido, admitió que realmente era un señor del Kai. Entonces la puerta se abrió de repente y aparecieron unos maleantes con cimitarras dispuestos a atacarme. Ataqué al primero y salí corriendo por la puerta lateral. Con aquellos hombres pisándome los talones, divisé un grupo de botes amarrados al muelle. Salté dentro de uno de ellos y me alejé remando del muelle en dirección al Cetro verde, que estaba anclado a lo lejos.


Cuando llegué estaban izando el ancla. Un marinero creyó que era un polizón, pero cuando le dije que era Lobo Solitario me lanzaron una escala. Una vez a bordo, se me presentó un hombre alto de barba y pelo rojizo que le cubría casi todo el rostro. Era el capitán Kelman. Ordenó levar anclas y me pidió que le acompañara a su camarote, donde me sirvió wanlo, un fuerte licor. Le conté lo que había sucedido y se mostró preocupado. Aquello demostraba que alguien nos había traicionado y que el enemigo ya sabía que me dirigía a Durenor.



A la mañana siguiente me despertó el grito del vigía, que anunciaba un naufragio. Me vestí y subí a cubierta, donde comprobé que había naufragado un barco mercante. Le lanzaron una escala al único superviviente, que dijo que había sido presa de un ataque de piratas. El capitán Kelman se mostró convencido que habían sido los piratas de la isla de Lakuri, pero dijo que era extraño que se alejaran tanto de su territorio. Entonces pensé que me buscaban a mí.


Al cuarto día de travesía percibí un olor procedente de la bodega. Avisé rápidamente al capitán, que ordenó a sus hombres sofocar el incendio echando cubos de agua. Se tardó una hora en apagarlo. Como resultado, el casco de la nave había quedado muy debilitado, y se habían consumido todas las provisiones de comida y agua con las que contábamos. El capitán salió de la bodega con la cara llena de hollín y me dijo que debía hablarme en privado.



Me reuní con él en su camarote, donde me mostró algo que llevaba oculto en un lienzo. Era una vasija y unos trapos empapados en aceite. Me dijo que las había encontrado en la bodega, lo que significaba que el incendio había sido provocado por alguien de su tripulación. Había entre nosotros una persona que intentaba impedir que llegáramos a Durenor. En ese momento, el vigía anunció que se acercaba un barco. El capitán desenfundó su cimitarra y subió a cubierta. Le seguí y vimos una lancha que se alejaba en dirección a un barco que no tenía bandera. El traidor había volado. Cuando la lancha llegó a su destino, se levantó una misteriosa bruma que cubrió al velero por competo hasta hacerlo desaparecer.


Los marineros empezaron a murmurar, asustados por lo que había sucedido, pero entonces el capitán Kelman les ordenó que se presentaran en cubierta. Se colocó en el castillo de popa y les dijo que aún quedaban tres días de travesía hasta Port Bax y que, como se habían quedado sin provisiones, debían desviar el rumbo y dirigirse a Ragadorn para reparar el barco y reponer las provisiones. Cuando terminó de hablar, me dijo en privado que tardarían una semana en reparar el barco. Su orden era llevarme a Port Bax, pero una vez que llegáramos a Ragadorn yo debía decidir entre esperar esa semana o hacer el viaje a Port Bax por tierra.


Al día siguiente me despertó una terrible tormenta. El suelo de mi camarote estaba ya inundado. Salí a cubierta, pero me crucé con el capitán, que me ordenó volver abajo. En ese momento se oyó un chasquido y el palo mayor se precipitó hacia donde yo estaba. Este se estrelló en la cubierta, haciendo que saltaran varias astillas. Una de ellas me golpeó la cabeza y me arrojó por la borda. Me agarré a la trampa de una escotilla y me vi obligado a desvestir la cota de malla, ya que con ella puesta no podía mantenerme a flote.


Pasada una hora, la tormenta cesó. Ya no quedaba rastro del Cetro Verde, a excepción del trozo de escotilla sobre la que estaba sentado. Al anochecer, por fin divisé tierra, y algo más cerca un pequeño barco pesquero. Nadé con desesperación hasta que llegué a la playa y me tendí en la arena, hambriento y agotado. Comprobé que había perdido mis armas y el contenido de mi mochila, pero al menos lo había podido contar. Por suerte, encontré cerca de allí unos árboles de larnuma, un fruto muy nutritivo. Recogí todos los que pude y me dispuse a marchar por una camino costero que había a mi derecha.


Caminé durante más de tres horas y de nuevo comenzó a anochecer. El terreno era muy árido y no había señales de vida. Me puse a dormir bajo un gran árbol que había a un lado del camino. Un peso en mi pecho me despertó en mitad de la noche. Comprobé horrorizado que una serpiente del desierto se había cobijado bajo mi capa. Me levanté de un salto e intenté quitármela de encima, pero la serpiente se puso a silbar y me clavó sus colmillos en el brazo. Agarré al animal y lo lancé lejos, pero ya me había inoculado su veneno. El brazo se me comenzó a entumecer. Rápidamente, agarré el medallón de la Estrella de Cristal que me había regalado Banedon en las ruinas de Raumas y practiqué una incisión en forma de uve en torno a la herida con la punta de la estrella. Succioné la herida hasta eliminar el veneno. Realmente, el amuleto me había salvado de la muerte. Era verdad que traía buena suerte. Trepé al árbol y pasé allí el resto de la noche.


Amanecí en una mañana fría y lluviosa. Una diligencia avanzaba por el camino de la costa hacia donde yo estaba. Hice señas para que se detuviera. El conductor me dijo que iban a Ragadorn y que llegarían a mediodía. Pagué tres coronas de oro y me permitió entrar. Otros tres pasajeros viajaban en la diligencia. Eran dos mujeres y un hombre que roncaba sonoramente. Una de las mujeres se mostró amigable y me cotó cosas sobre Ragadorn:

-Desde que Killean, el señor de Ragadorn, murió hace tres años, la ciudad es gobernada por el malvado Lachlan, su hijo. Él y sus mercenarios no son otra cosa que piratas. Desangran al pueblo con sus pesados impuestos y, si alguien protesta, le despachan. La situación es penosa. Siga mi consejo y márchese de Ragadorn lo antes que pueda.

Mientras me hablaba, tomé algunas de las frutas de larnuma que había recogido. Al rato oí el tañer de una campana. Cuando me asomé, vi un enmohecido letrero que daba la bienvenida al sórdido puerto de Ragadorn. Antes de despedirme, la mujer me dijo que podía tomar una diligencia a Port Bax en una estación cerca de la puerta oriental de la ciudad.



Me dirigí al este por la calle del Hacha, que estaba cubierta de basuras y bordeada de casa y tiendas desvencijadas. Las gentes de Ragadorn se movían melancólicas, como almas en pena. Al llegar a un cruce seguí hacia el este por la calle del Mago, más sucia y maloliente que la anterior. Entré en una tienda y compré un martillo de guerra y una daga. No podía seguir viajando desarmado. Seguí caminando hacia el puente de Ragadorn, un lugar atestado de gente y carros. Me abrí paso como pude hasta llegar a la calle del Comercio Oriental que, como las anteriores, estaba llena de basuras.



Al fin llegué a la estación de la que me habló la mujer. Un letrero que había junto a un cochero anunciaba que la travesía a Port Bax duraba siete días. Pagué veinte coronas de oro por un billete. Entré en la diligencia, que estaba vacía. Me acomodé y me quedé dormido; cuando desperté, había otros cinco pasajeros y el viaje ya había comenzado.


Tras una hora de viaje, nos detuvimos en la capilla de Kalanane, construida sobre la sepultura del rey Alin, primer gobernante de Durenor. En torno a ella crecían plantas de laumspur. Recogí las que pude y reanudamos el viaje.


Aquella tarde charlé con los pasajeros.Frente a mí estaban dos hermanos llamados Ganon y Dorier, que eran caballeros de la orden de la Montaña Blanca, nobles guerreros de Durenor que habían hecho voto de defender el país de las incursiones de los bandidos del desierto. A su lado se sentaba Halvorc, un mercader con la cara magullada por obra de Lachlan, el señor de Ragadorn, con en que había tenido un malentendido sobre las tasas que le había hecho perder su mercancía y casi todo su dinero. También viajaba con nosotros un sacerdote sommerlundés llamado Parsion. A mi lado, por último, se sentaba una mercenaria llamada Viveka, que regresaba a Port Bax tras una aventura en Ragadorn. Me hice pasar por un sencillo campesino para proteger mi identidad. Ninguno de ellos parecía haberse enterado de que la guerra había estallado en Sommerlund.


Al anochecer hicimos alto en una posada del camino. Pagué una corona de oro por el alojamiento y aproveché para tomar la última provisión de frutos de larnuma que me quedaba. Por la mañana la diligencia se puso en marcha de nuevo. Durante los siguientes días atravesamos con tranquilidad el desierto, pero al quinto día ocurrió un incidente.


Avanzábamos por un camino de la costa bajo unos altos acantilados. En un punto del camino unas rocas procedentes de un desprendimiento habían bloqueado la calzada. Nos dispusimos a ayudar al cochero a retirarlas del camino para poder avanzar, cuando oímos el sonido de un nuevo desprendimiento. Una gran roca cayó y aplastó al cochero. Aunque estaba muy cerca de ti, no pudiste hacer nada para salvarle y murió aplastado. Entonces mi sexto sentido me alertó de que había alguien sobre el acantilado que había intentado matarme. Aquella roca iba dirigida a mí. Parsion dijo que debíamos enterrarle. Tras cavar una fosa, volvimos a la diligencia. Halvorc se ofreció para conducirla hasta Port Bax.

-Espero que no nos acusen de la muerte del cochero -dijo el sacerdote nerviosamente.

-Ha sido un accidente -replica Dorier.

-Y yo lo testificaré -añade Ganon-. Los caballeros de la Montaña Blanca nunca mienten.

Aquello era cierto, en Durenor un verdadero caballero nunca mentía, aunque la verdad le perjudicara.


Al anochecer llegamos a Cala Gorn, un pequeño pueblo costero habitado por proscritos, ladrones y szalls, unas criaturas descendientes de los giaks, pero algo más sociables. Fuimos a la única fonda que existía, llamada “La esperanza perdida”. Menudo mal agüero para mi viaje. Pagué una corona de oro por una habitación, y los demás viajeros hicieron lo mismo. Dorier nos sugirió que nos reuniéramos en una hora en la taberna para hacer los planes para el día siguiente. Tras mostrarme de acuerdo con la idea, fui a descansar a mi habitación. Había pasado ya casi una hora cuando alguien tocó a mi puerta. Era el posadero, que me traía un plato de comida caliente, según me dijo, con los saludos de un amigo mío. Pero a pesar de lo apetitosa que parecía y del hambre que tenía, no la toqué, pues debía ser muy precavido, sabiendo que podía tener enemigos cerca. E hice bien, porque cuando desperté, vi dos ratas muertas al lado de la bandeja, que había dejado en el suelo. Enfurecido, me dispuse a bajar para descubrir a mi frustrado asesino.



Cuando llegué a la taberna, todos mis compañeros de viaje me estaban esperando. Entre ellos debía encontrarse el hombre que intentaba eliminarme. Los miré a todos detenidamente, pensando en lo ocurrido durante el viaje. Viveka había pasado desapercibida hasta entonces, y por ello era una de las personas de las que sospechaba. Ganon y Dorier parecían de fiar, y Halvorc era muy rudo, pero creía que era honrado. Parsion se escondía siempre detrás de su capucha; era el mas callado, y solo había intervenido en los momentos más peligrosos del viaje. Agarré el arma y pedí a los dioses que mi corazonada fuera cierta. Y a juzgar por su reacción, lo había sido. Parsion no pareció sorprendido cuando le ataqué, y rechazó mi ataque con una espada negra que ocultaba bajo sus ropas. Se movía con una endiablada agilidad, y consiguió herirme varias veces. Ni siquiera el temible gourgaz con el que me había enfrentado hacía unos días había conseguido dejarme tan malherido. Sin embargo, descubrí un rescoldo en su defensa y le maté de un fuerte golpe con mi martillo. Cuando le registré comprobé que no me había equivocado. Tenía un frasco medio vacío de savia de gnadurn, un potente veneno con el que había rociado mi comida. También hallé un pergamino escrito en giak en el que se especificaban los detalles de mi llegada a Port Bax; seguramente me localizó en Ragadorn y trazó allí su plan asesino. Además, el acero negro de su espada lo delataba como aliado de los Señores de la Oscuridad, pues el acero negro solo se fabrica en Helgedad. Le quité la bolsa, que tenía 23 coronas de oro, mientras los demás me miraban horrorizados. Pero no hubo tiempo para explicaciones. Seis guardias entraron en la posada conducidos por el posadero. Escapé por la puerta trasera. La luna llena brillaba intensa en el cielo oscuro. Al salir, vi dos caballos enganchados a un carro cargado de paja. Haciendo uso de mi disciplina de camuflaje, me escondí entre la paja.


Una vez que la turba furiosa pasó de largo, salté del carro y me fui escondiendo de sombra en sombra. Pasé al lado de una herrería y llegué al final de la calle, donde había una gran cuadra. Allí estaban mis perseguidores, registrando tiendas y casas. Por desgracia, uno de ellos me vio, pero reaccioné rápido; antes de que pudieran hacer nada, entré en la cuadra, solté un caballo y escapé al galope. Un hacha me pasó rozando el hombro, pero solo me hizo un rasguño. Estaba al límite de mis fuerzas, pero logré huir.



Saliendo del pueblo, crucé un puente de madera y subí por un sendero empinado a la cima de una colina, donde vi una señal que señalaba hacia el este. Cabalgué toda la noche sin dormir. Al amanecer, el árido desierto dejó paso a un frondoso bosque precedido de páramos y pantanos. Había llegado al país de Durenor. Pero no podía más. Cansado y herido, me desplomé en el suelo. Nunca antes había estado tan cerca de la muerte. Cuando el hambre acuciaba, me alegré de haber recogido las hierbas de laumspur en la capilla de Kalanane. Las hierbas, además de calmar el hambre, me permitieron recuperar algo de fuerza, al menos la suficiente para pasar la jornada que me alejaba de Port Bax.


Reanudé la marcha. Tras una hora cabalgando, llegué a una bifurcación y tomé el camino de la izquierda, que recorría una alta sierra antes de desviarse hacia la costa. Crucé una pequeña aldea en la que unos niños szall corrían hacia mí tirándome piedras. Cuando atravesaba un valle, oí unos gritos de auxilio. Llegué a un claro en el que seis szalls saltaban alrededor de un hombre que agonizaba en el suelo con una lanza clavada en el echo. A su lado yacía el cadáver de un caballero de la Montaña Blanca.



Traté de usar mi disciplina de curación con él, pero los szalls me tiraba de la capa, tratando de apartarme de él. En el monasterio tuve la ocasión de aprender su idioma, así que comprendí que me advertían sobre el hombre. Me avisaron de que era en realidad un helghast, una criatura aliada de los Señores de la Oscuridad capaz de adoptar la apariencia de un hombre. Pero no me fiaba de aquellas traicioneras criaturas, así que las espanté con mi arma y huyeron en varias direcciones. Una vez que me encontré solo, me dispuse a extraer la lanza del pecho de aquel infeliz, al que apenas le quedaba un soplo de vida. La lanza era de metal, pero era tan ligera como si fuera de madera, y tenía unas runas talladas. Cuando me disponía a examinar la herida, un intenso dolor de cabeza me hizo desplomarme en el suelo. De repente, el hombre se levantó y su aspecto comenzó a cambiar. La piel se le encogió hasta desprendérsele de los huesos, y su mandíbula inferior mostró unos afilados colmillos. ¡Los szalls tenían razón, era un helghast! Enseguida bloqueé el ataque psíquico con el que me acometía haciendo uso de mi defensa psíquica aprendida en el monasterio. Después, tratando de sobreponerme a mi miedo, le ataqué con la lanza que le acababa de extraer. El combate fue durísimo, pero a pesar de lo debilitado que me encontraba, logré acabar con él. Después registré su mochila y vi un pergamino en una lengua desconocida para mí; todo lo que entendí fue la palabra “Kai”. Además, llevaba una daga de hoja negra y un bloque de vidrio volcánico. Comprendí el gran peligro que me acechaba. Otras criaturas tan poderosas como esta estaban buscándome para eliminarme. Me apresuré a alejarme de allí, pero el caballo ya no estaba. Aquellos malditos szalls me lo habían robado.



Ascendí a una colina desde la que se veía el bosque de Durenor. Más allá divisé una atalaya de troncos y la silueta de un soldado sobre ella. Caminé hacia la atalaya, y cuando estaba a pocos metros, el soldado salió para impedirme el paso. Por la malla roja supe que era un soldado de Durenor que guardaba la frontera. Mi sexto sentido no me alertó de nada extraño, así que decidí enseñarle el sello de Hammerdal como credencial. Al verlo, el soldado cambió de actitud y me indicó el mejor camino para llegar a Port Bax. Gracias a sus indicaciones, pronto divisé la ciudad a lo lejos.


Al anochecer del décimo día entraba por las puertas de la magnífica ciudad de Port Bax, con sus altas torres, su puerto con su formidable flota de guerra, y su imponente castillo en lo alto de una colina. Llegué al edificio del ayuntamiento, que estaba abierto a pesar de la hora. En la entrada había un anciano que me dijo que me dio instrucciones para llegar al consulado de Sommerlund y añadió que necesitaría un salvoconducto que me daría el capitán de la guardia del puerto, ya que intentaba entrar en un área restringida.



Entré en la atalaya del puerto y pedí un salvoconducto rojo en una espaciosa oficina. El oficial me pidió como requisito unos documentos de acceso y una autorización, pero como no os tenía, le enseñé el sello de Hammerdal. El hombre lo miró sorprendido y me condujo inmediatamente al capitán de la guardia, al cual le conté todo lo sucedido y por qué estaba allí. Me extendieron el salvoconducto inmediatamente y me dieron prioridad.



Me dirigí entonces al puesto de guardia y mostré al guardia el salvoconducto. Este me permitió el paso. Caminé por una plaza y sentí alegría al ver la bandera de mi país ondeando sobre el consulado.



Una vez allí, me recibió un oficial alto y de pelo gris, que se alegró de ver mi capa verde del Kai, diciendo que las últimas noticias sobre mi viaje les habían hecho temer lo peor. Me llevó a una habitación donde esperaba el cónsul de Sommerlund, el lugarteniente lord Rhygar.



Rhygar era un hombre excepcional. De sangre sommerlundesa y durenesa, era toda una leyenda en la ciudad, ya que había logrado varias victorias sobre los bárbaros de las tierras heladas de Kalte al frente del ejército aliado. Su recibimiento fue muy caluroso. Hizo que me sirvieran un suculento banquete. Le conté mis hazañas mientras comía, y luego su médico curó mis heridas. Aquella noche dormí plácidamente, y al día siguiente fui conducido a un jardín en la parte posterior del consulado, donde Rhygar me esperaba con tres de sus mejores hombres. Ellos me llevarían hasta Hammerdal, la capital de Durenor, donde el rey Alin guardaba la Sommerswerd.


Durante tres días seguimos el camino real, que discurría paralelo al río Durenor. A la mañana del día siguiente, seis hombres encapuchados aparecieron en nuestro campamento blandiendo negras espadas. Rhygar desenvainó su espada y ordenó a sus hombres que se prepararan para luchar, antes de exigir una explicación a los encapuchados. Entonces, mi sexto sentido me reveló algo terrible. Aquellos hombres no eran tales, sino helghast, capitanes del ejército de los Señores de la Oscuridad. Esos temibles demonios tenían la facultad de adoptar apariencia humana, pero lo peor era que las armas normales no podían dañarles, ni tampoco mi disciplina de ataque psíquico. Grité “¡Helghast!” a Rhygar mientras corría a refugiarme en el bosque, pues eran demasiados y además solo yo podía combatirles con mi lanza mágica. En mi huida, tropecé y caí de bruces. A lo lejos oía el choque de las espadas y los horribles gritos de los helghast. Me encontraba atemorizado y aturdido, pero la mano de Rhygar me agarró del brazo y me levantó. Tenía la armadura abollada y la cara ensangrentada. Contemplamos a lo lejos a los crueles helghast, que, absortos en la matanza de los soldados que nos acompañaban, no nos vieron alejarnos de allí.


Corrimos durante seis horas sin descansar. Tuvimos que adentrarnos en el bosque huyendo de los helghast. Muchas veces estuve a punto de desfallecer, pero Rhygar siempre me animaba a seguir. Me maravillé de su gran resistencia, pues a pesar de sus años y de su pesada armadura, no parecía cansado. Por la noche llegamos al Tarnalin, el túnel que atraviesa la cordillera circular de Hammerdal, frontera natural de la ciudad. En ese momento, Rhygar e ofreció su comida y me dijo que debía atravesar el Tarnalin yo solo.

- Yo me quedaré aquí y detendré al enemigo mientras pueda combatir. No discutas. El éxito de tu misión es lo único que importa.

Me conmovió su determinación, y deseé que pudiera sobrevivir.


El amplio túnel estaba iluminado por antorchas en todo su trazado. Normalmente este túnel estaba muy concurrido por los mercaderes que vienen y van de Port Bax, pero ahora solo había una carreta de frutas volcada. Me pregunté si los helghast habían llegado antes que yo al túnel. Tras media hora de caminata, vi delante de mí a una criatura parecida a una pequeña rata humanoide que llevaba casaca y una diminuta lanza. Al verme, se escabulló por un túnel más pequeño que se abría a la izquierda. La seguí hasta una caverna donde habitaba toda una colonia de aquellas pequeñas criaturas que examinaban unos objetos esparcidos por el suelo. A la orden de una de ellas, todas tomaron sus pequeñas lanzas y se dispusieron a atacarme, pero antes de que lo hicieran huí de allí.


Volví al túnel principal y llegué a un ramal. Tomé el camino de la izquierda. Más adelante vi una diligencia vacía y sin caballos. Bajo ella yacían los cuerpos de tres soldados ensangrentados. Mi sexto sentido me previno de la cercanía de una presencia maligna, seguramente la causante de aquello. Entonces, cuando me acercaba a la diligencia, un horrible grito resonó en la oscuridad. De repente, me encontré con los ojos incandescentes de un helghast, y caí al suelo de la impresión. La criatura trataba de agarrar mi capa con sus garras. Pero yo ya tenía a punto mi lanza mágica. La lancé contra su pecho, y en ese momento soltó mi capa y trató de extraérsela. La ensarté más profundamente, mientras se retorcía por el suelo. Al cabo, la criatura se desintegró. Limpié la hoja y me dispuse a salir de allí lo antes posible.


Tres millas más adelante encontré una barricada formada por varios carromatos en cuyos techos se apostaban soldados con mallas rojas. Aquello los identificaba como soldados de Durenor, así que, en cuanto se abalanzaron hacia mí, levanté los brazos. Me rodearon y me despojaron de todo lo que llevaba, antes de preguntarme qué hacía allí. Les dije que era Lobo Solitario y que había viajado desde Sommerlund para entrevistarme con el rey Alin. No me creyeron hasta que les mostré el sello de Hammerdal. Entonces me condujeron a un coche de caballos que me llevó a la capital. En mi viaje me acompañó uno de los soldados, que resultó ser lord Axim de Ryme, comandante de la guardia personal del rey Alin. Él y sus hombres habían sido atacados por los helghast cuando se dirigían a Port Bax. Durante el viaje me sumergí en un profundo sueño.


A la mañana siguiente, el decimoquinto día de mi viaje, llegué a la capital de Durenor. Hammerdal era de las pocas ciudades de los Lastlands que no disponía de murallas, ya que la cordillera que la rodeaba era protección suficiente. Emocionado por lo cerca que estaba de la Sommerswerd, contemplé la magnífica torre del rey, construida de piedra y cristal en el centro de la ciudad.


Lord Axim y yo fuimos anunciados solemnemente, y entonces el rey Alin IV nos recibió. Nos inclinamos ante él, y lord Axim tomó el sello de Hammerdal de mi mano y se lo mostró al rey. Estuvieron mucho tiempo conversando, hasta que el rey se acercó a mí y me habló.

- Los Señores de la Oscuridad se han alzado en armas una vez más y de nuevo Sommerlund acude en busca de nuestra ayuda. Yo había rezado al cielo para que mi reinado fuera recordado como un tiempo de paz y prosperidad, pero mi corazón presentía que las cosas no iban a ser así.

Entonces extrajo una llave de su bolsillo y la introdujo en un arcón de mármol. Al abrirse, dejó ver la empuñadura de oro de una magnífica espada. El rey me la ofreció, y al empuñarla, su poder invadió todo mi cuerpo. La alcé instintivamente y un rayo brotó de su punta, inundando toda la cámara. Aquel era el único poder capaz de acabar con los Señores de la Oscuridad. Cuando la luz se desvaneció, lord Axim me invitó a que le acompañara para hacer los preparativos para mi regreso a Sommerlund.


La flota de Durenor tardó catorce días en prepararse para la batalla. Aquellos días pude recuperarme de mi duro viaje como huésped del rey, pero mi preocupación crecía a medida que pasaba el tiempo, pues dejé a Holmgard a punto de ser sitiada. Un famoso curandero de Hammerdal curó mis heridas y me entregó una poderosa poción de laumspur que él mismo había elaborado. Poco después me llegó la noticia de la muerte de lord Rhygar en el Tarnalin a manos de un helghast. Me atacaron los remordimientos por no haberle dejado la lanza mágica para que se pudiera defender de aquellas peligrosas criaturas, pero si lo hubiera hecho, yo no habría sobrevivido. También noté una gran mejoría en mi disciplina de sexto sentido gracias a la Sommerswerd. El poder de la espada había multiplicado ese poder.


Al trigesimotercer día partí a Sommerlund a bordo de la nave insignia Durenor, capitaneada por el almirante Calfen, en compañía de Lord Axim y la flota durenesa. Cuatro días más tarde se levantó una bruma procedente de las islas Kirlundin que escondía la silueta de numerosos barcos. Nos preparamos para luchar, pero lo que vimos nos heló la sangre. Eran barcos desvencijados, poblados por los esqueletos animados de marineros muertos. Una potente fuerza mágica los había devuelto a la vida. La bruma desapareció, dejando ver a la flota fantasma, que bloqueaba nuestro paso hacia el golfo de Hola. Entonces su nave capitana embistió al Durenor con su espolón, y este comenzó a hundirse. El almirante Calfen ordenó desesperadamente que abandonáramos la nave.


Pero yo, envalentonado por mi nuevo poder, salté a la cubierta de la nave enemiga. Me asaltó un desagradable olor a podredumbre, y enseguida me vi rodeado de los esqueletos de varios marineros que trataban de agarrarme. Me deshice de ellos con suma facilidad gracias a la Sommerswerd, a la que eran muy vulnerables. Sin embargo, el olor del barco me estaba sofocando. Debía salir de allí. Entonces, gracias a mi sexto sentido presentí una presencia maligna que me acechaba. Empuñé la Sommerswerd, dispuesto a enfrentarme a ella en cuanto se mostrara. Me adentre en la bodega, y poco después irrumpió en ella un helghast que blandía una espada negra. Un mandoble bastó para destruirle. Me sorprendí del gran poder de la espada, que había eliminado de un golpe a un enemigo que anteriormente me habría costado casi mi propia vida deshacerme de él.


Volví a la cubierta y comprobé que a flota durenesa estaba sucumbiendo al ataque de la flota fantasma. Quise registrar el castillo de popa. Cuando subí, vi a un hombre jorobado vestido de rojo sobre él. Era nada menos que Vonotar, el brujo renegado del que me había hablado Banedon. No cabía duda de que eran sus agentes los que me habían estado persiguiendo durante todo mi viaje, y que la flota fantasma era obra de su magia negra.





Cuando me acerqué a él para atacarle, una ráfaga de llamas anaranjadas surgieron de su mano y se disparó contra mí.

- ¡Tu misión ha fracasado, Lobo Solitario! –me gritó.

Pero la Sommerswerd absorbió todas las llamas sin dejar que me hirieran. Enfadado, el mago cogió una joya de su turbante y la lanzó a mis pies. La joya comenzó a despedir un gas venenoso. Mientras me cubría, Vonotar aprovechó para huir en un bote. Rápidamente, me lancé al agua para perseguirle.



Entonces vi que la nave fantasmal capitana estaba ardiendo. De pronto, un kraan surgió de la nada y me atrapó con sus garras, elevándome por los aires. Le hundí la Sommerswerd en su vientre sin piedad y me soltó. Caí desde una altura considerable, pero aterricé sano y salvo en una nave durenesa. Allí me encontré a lord Axim, que tenía la cara ensangrentada tras la batalla. Me dijo que habían conseguido derrotar a la flota fantasma, y me señaló a la nave que antes había visto arder. Estas comenzó a hundirse, y al hacerlo, las demás naves fantasma le siguieron al fondo del mar. La humareda se disipó y gritamos de júbilo al comprender que habíamos vencido.


Solo cincuenta de los setenta navíos dureneses seguía a flote, y el almirante Calfen había sucumbido con el Durenor, pero esta victoria dio moral a los soldados supervivientes. Lord Axim hizo izar la enseña de Durenor en el palo mayor del Kalkarm, la nave en la que nos encontrábamos, para que toda la flota la siguiera. Al anochecer del trigesimoséptimo día por fin oteamos en el horizonte la capital de mi país. Seguía sitiada y ardía en varios puntos.



Las máquinas de guerra de los Señores de la Oscuridad rodeaban la muralla. La ciudad era bombardeada constantemente con bolas de fuego lanzadas por catapultas. Los ciudadanos combatían el fuego como podían, pero estaban ya exhaustos. Al ver las naves durenesas creyeron que éramos enemigos, y los lamentos se oían por toda la ciudad, pero los lamentos se transformaron en gritos de júbilo cuando los soldados llegaron a tierra y desplegaron los estandartes de Durenor. Situado sobre la gran atalaya sobre la puerta de la muralla, avisté una tienda roja con el distintivo de los Señores de la Oscuridad en medio de la ingente horda de enemigos. Era la tienda de Zagarna, el Señor de la Oscuridad que había perpetrado el ataque a Holmgard. Alcé la Sommerswerd y un rayo de sol brotó de su hoja. Lo dirigí hacia la tienda de Zagarna, y el rayo salió disparado para terminar carbonizando la tienda, de donde surgió el horrible grito del Señor de la Oscuridad, que en aquel momento dejó de existir. Todo el grueso de su ejército huyó en desbandada, atemorizado por lo que acababa de ver, y perseguidos por el ejército aliado.


Así fue como conseguí salvar a Sommerlund y derrotar a los asesinos de la orden del Kai. Mis difuntos compañeros estaban vengados.

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