miércoles, 26 de marzo de 2008

Capítulo I: Tiempos de paz (5ª entrega)

Ya estamos llegando al final de este primer y único capítulo-preludio a la campaña Rincón de Aquelarre. No os preocupéis, mis sufridos lectores, pues la próxima entrega será la última.



Una gran muchedumbre se había reunido en el patio de armas para asistir a la ejecución. En cuanto aparecieron los condenados, marchando en fila india con grilletes en los pies y las manos atadas detrás de la espalda, les cayó encima una lluvia de piedras, frutas y huevos podridos. El griterío era ensordecedor. Insultos de todo tipo surcaban el aire, como si formaran parte de los numerosos proyectiles que estaban siendo lanzados. Ruy y Sancho se situaron lo más lejos que pudieron de las horcas para evitar ser reconocidos por alguno de sus antiguos compañeros de armas. Con el corazón en un puño, buscaron a Ataúlfo entre ellos cuando subieron al tablado que se había construido para la ocasión, y suspiraron con cierto alivio cuando vieron que no era ninguno de aquellos diez hombres; pero aún les aguardaba el turno a otros doce a los que no habían podido ver, y siguieron rezando por que el navarro hubiera podido escapar junto con su hermana. Las piedras continuaron volando durante un buen rato e impactando en los reos. Después el párroco del pueblo subió al tablado junto con los verdugos, para darles la absolución. Los condenados asentían a sus palabras con la mirada perdida, mientras les quitaban los grilletes de los pies y les colocaban las sogas que pendían de un grueso y alargado travesaño de madera. Uno a uno, los fueron colocando en unos caballetes, a cuyos pies esperaba uno de los verdugos. El párroco terminó su labor y abandonó el tablado.
Don Gonzalo, sus más allegados y el alcalde disfrutaban de una excelente vista desde sus gradas de madera. Uno de los hidalgos del ejército de Pierre les acompañaba. Don Gonzalo había perdido a su capitán en la trifulca de anoche, pero se procuró un buen sustituto: aquella mañana, haciendo oídos sordos a las protestas del párroco, había organizado un combate a muerte entre los dos hidalgos del ejército de Pierre que habían sido capturados, a modo de parodia del llamado Juicio de Dios en el que dos nobles se enfrentaban entre sí para resolver sus diferencias, un procedimiento tan antiguo como legal en Castilla, usado sobre todo para lavar cualquier ofensa que se hubiera hecho pública. Sin embargo, en esta ocasión, don Gonzalo proclamó que el vencedor tendría el honor de dirigir a sus hombres. El hidalgo no tuvo reparos en matar a su antiguo compañero, y no se le veía nada disgustado por tener que asistir a la ejecución de los hombres que tanto tiempo habían luchado junto a él, sino más bien todo lo contrario. En cuanto a Pierre, nadie sabía qué había sido de él. Solo se supo que dirigía el ataque una vez que los prisioneros fueron interrogados, pues los yelmos no solo son útiles para proteger la cabeza, sino también para ocultar la propia identidad. Al no encontrarlo a él ni a su caballo entre los caídos, se pensó que había logrado huir.
Un grito de júbilo sonó en el momento en que el verdugo le dio una patada al caballete que sostenía al primer reo, haciéndole caer y quedar colgado de la soga. Aquel acto era una magnífica propaganda a favor de don Gonzalo, que se jactaba de haber salvado el pueblo y ahora servía en bandeja las cabezas de los culpables para que todos los vecinos disfrutaran con la ejecución de aquellos que habían pretendido saquearles. El reo pataleó, luchando en vano contra la asfixia, pues no había tenido la suerte de romperse el cuello y morir de inmediato al caer. Mientras se balanceaba aún vivo pendiendo de la cuerda, cayó el siguiente hombre, con un nuevo grito del gentío, pero este murió en el acto con un sonoro crujido de su cuello. Cuando cayó el tercero, el primero todavía se movía desesperadamente, retorciéndose. Entonces el verdugo que había puesto las sogas saltó sobre él y se agarró a su cuerpo. Aunque de esta manera logró partirle el cuello, se convulsionó durante unos instantes antes de morir.
Sancho se estremecía mientras contemplaba el macabro espectáculo. Uno de aquellos desgraciados podía haber sido él. Habían corrido un gran riesgo al dirigirse a don Gonzalo para desvelarles el ataque, y no había servido de nada. Él y Ruy fueron retenidos mientras uno de los hombres de don Gonzalo acudía al lugar señalado por ellos para comprobar si estaban diciendo la verdad. Al regreso del soldado, el de Tarazona, contrariamente a lo que habían esperado, decidió aniquilar a los atacantes. Tal vez si hubiera sabido que se trataba de Pierre Navarr hubiera llegado a un acuerdo con él, pero no podían revelarle la identidad del capitán, ya que ello implicaba que lo conocían y se hubieran delatado. Dio instrucciones para despertar a todos los vecinos silenciosamente y ordenarles que se guarecieran en el castillo, incluida la gente de los arrabales; después se colocó una fila de ballesteros frente a la puerta por la que seguramente planeaban entrar los mercenarios, y tras ellos formó casi toda la tropa, a la que se unió la milicia del pueblo, quedando solo unos pocos en el castillo como medida preventiva. A don Gonzalo se le vio el plumero: en cuanto el soldado le informó del armamento y los caballos de los que disponían los saqueadores, los codició como si fuera otro mercenario más. Aquello iba a ser una auténtica carnicería, y solo por un puñado de monturas que añadir a las muchas de las que ya disponía. Pero los vecinos se mostraron encantados al ver que los saqueadores iban a recibir su merecido, y colaboraron con don Gonzalo en lo que pudieron; aunque algunos de ellos seguramente pensaron que lo único que había hecho su ilustre huésped era sustituir en el saqueo a aquellos mercenarios por los suyos propios, pues los soldados, borrachos de vino y de triunfo tras la batalla, decidieron concederse el premio de desahogarse con sus hijas y sus esposas por su desmedida valentía, y si bien algunas no chistaron e incluso se entregaron de buena gana, la mayoría demostraron a sus parientes con sus gritos su disconformidad con tal pago, sin que estos se atrevieran a plantarle cara a sus agresores. Fue en mitad de esta orgía en que degeneran las victorias cuando Ruy y Sancho, agradecidos haber pasado a un segundo plano debido al afán de protagonismo de don Gonzalo, fueron soltados y regresaron a la posada, para comprobar que ni la mula ni las alforjas se encontraban ya en el establo. Quisieron pedirle explicaciones al mozo, pero no lo encontraron por ninguna parte; después se dirigieron a la habitación del posadero, pero estaba cerrada a cal y canto y nadie contestaba a los porrazos que pegaban en la puerta. La sala común se había convertido en un improvisado prostíbulo en el que numerosas chicas corrían de acá para allá, medio desnudas y aterrorizadas, perseguidas por los soldados, que las golpeaban y las tomaban sin ningún pudor encima de las mesas e incluso en el suelo. Era la noche de los vencedores, y la diosa Justicia les concedía la gracia de taparse los ojos para no contemplar sus actos, fueran cuales fueran. Ruy y Sancho habían vivido esa escena muchas otras veces y habían participado en ella, pero ahora no formaban parte del bando vencedor, sino de aquellos de los que era lícito hacer uso para descargar la adrenalina que había sobrado a quienes habían participado en la batalla, o para obedecer a los dictámenes de la mente desquiciada por el licor. No tuvieron más remedio que refugiarse en la habitación que habían alquilado, la cual, como había hecho el posadero, atrancaron con el poco mobiliario de que disponían.
Cuando el gentío, que descargaba contra los vencidos la ira que los vencedores habían despertado en ellos, acompañó con sus vítores la expiración del último reo, Sancho y Ruy se retiraron discretamente, sintiéndose derrotados y preocupados por su futuro, pero al menos con el consuelo de que ni Ataúlfo ni su hermana estaban entre los condenados, y con la esperanza de que hubieran podido escapar a la masacre.

lunes, 24 de marzo de 2008

Capítulo I: Tiempos de paz (4ª entrega)

Aquí está la cuarta de las seis entregas de este capítulo introductorio al módulo Rincón de Aquelarre.


Todo estaba preparado. La caballería estaba delante, esperando la señal de Pierre. La infantería estaba detrás, y aún más atrás las mujeres y las provisiones. Se había fabricado un ariete, y se había designado a seis hombres para sostenerlo. Pierre había dado la orden a un pequeño grupo de no atacar el arrabal hasta que hubieran abierto la puerta. Sabía que sus hombres se dedicarían a saquear en cuanto tuvieran la ocasión, pero era importante que comprendieran que el mayor botín estaba al otro lado de la muralla, y que solo sacarían provecho si actuaban con rapidez. A pesar de que había allí reunida alrededor de un centenar de personas, el silencio era total. Era la calma tensa de la tropa previa a un ataque. Algunos rezaban en silencio a sus santos protectores, otros acariciaban sus amuletos, cosidos en las armaduras. Ataúlfo era de los que no creía en aquellos rituales personales; solo creía en la fuerza de sus brazos. A la derecha estaba ibn-Rashid, un moro que se les había unido recientemente; rezaba fervorosamente, arrodillado y con la cabeza pegada al suelo. Ataúlfo pensó en lo absurdo que era rezar a los santos y a Dios pidiéndoles que intercedieran por ellos, cuando iban a causar tanto mal. Si Dios estaba en alguna parte, no se encontraba entre ellos. Al menos no con él. Hacía tiempo que le había abandonado. Estela estaba detrás de él, con su cuchillo. La observó. Ella era lo único que le quedaba, por eso la protegía tanto. Era su única razón para vivir, y se aferraba a ella con tanta fuerza que, lo reconocía, a veces llegaba a ahogarla. Desde que la rescató de su aciago destino en Pamplona la había adiestrado en el manejo del cuchillo. Deseaba que supiera defenderse por sí misma cuando él ya no estuviera. Debía aceptar el hecho de que en cualquier momento una saeta o la punta de una lanza pudiera atravesarle. Podía ser esta misma noche. Así era la vida de soldado. Revisó su armadura para apartar los malos pensamientos. Comprobó que las correas estuvieran bien atadas, revisó el asa de su escudo y el filo de su hacha, se aseguró de que el puñal siguiera en su sitio, se ajustó aún más el capacete, atándolo con fuerza bajo su barbilla. A veces la supervivencia dependía de pequeños detalles. Un escudo cuyas correas de sujeción cedieran ante un golpe, una armadura cuyas piezas se soltaran de improviso, una vaina que se desprendiera del cinto en el fragor de la batalla... no había que dejar nada a la suerte, pues al hacerlo se arriesgaba la vida tontamente. La voz de Pierre resonó en el bosque, indicando que el ataque estaba a punto de iniciarse. Todo el mundo ocupó su puesto. Todo aquel que disponía de arcos o ballestas se situó justo detrás de la caballería. Los encargados del ariete se colocaron tras ellos. A pesar de la variopinta procedencia y armamento de la tropa, Pierre se esforzaba en imponer cierto orden. Su meticulosidad era tan eficaz como mortífera. A esto había que añadir el miedo y el desconcierto que provocaban los ataques nocturnos. Siempre atacaban a altas horas de la madrugada, sembrando el terror entre los vecinos, que se despertaban en medio de la oscuridad, desorientados y sin capacidad para reaccionar. Lo mismo ocurría con la poca milicia que pudiera haber en el lugar, a la que se le venía encima toda una tropa y se veían obligados a luchar sin poder percibir apenas de dónde les venían los golpes. Para cuando el sacristán acudía a tocar la campana de la iglesia para dar la alarma, si es que tenía la oportunidad, la entrada a cualquier tipo de refugio que existiera en el lugar ya había sido bloqueada. Pierre podía ser cruel y desconsiderado con sus hombres, pero sabía muy bien lo que hacía. Permaneciendo a su lado cualquiera se aseguraba un bienestar que jamás alcanzaría trabajando honradamente.
Pierre dio la señal para salir del bosque. Los cascos de los caballos emitían golpes secos y sordos al entrar en contacto con el terreno lodoso. Poco a poco, toda la hueste fue emergiendo del bosque en silencio y en formación, como si se tratara de un ejército de fantasmas. A una señal de su capitán, los caballos marcharon al trote y la infantería aligeró el paso. Cuando se encontraban a unas trescientas varas de distancia, Pierre profirió un grito y todos los hombres comenzaron a correr, gritando a su vez y enarbolando sus armas. La vanguardia tardó apenas unos segundos en llegar al arrabal. La orgía de muerte y destrucción había comenzado. Ataúlfo se dirigió a una de las chabolas de madera que se encontraban en el sector occidental, en compañía de Estela. Sentía a su alrededor el ansia asesina de sus compañeros de saqueo, los violentos golpes asestados con sus armas, el crepitar de las primeras llamas. Derribó la puerta de la choza con su hacha y entró como una exhalación. Dentro no se oía nada. Le pidió la antorcha a su hermana, para comprobar que había entrado a una casa completamente vacía. No había ni un triste mueble, ni sacos, ni paja, ni cacerolas, ni tablas, nada de nada. Devolvió la antorcha a Estela y salieron rápidamente de allí para dirigirse a la chabola de al lado, pero cuando llegaron salía de ella ibn-Rashid.
– ¡Nada ni nadie! –gritó con su fuerte acento árabe.
– Tampoco en la nuestra –contestó Ataúlfo.
Miraron a su alrededor y vieron que los demás también estaban detenidos ante las puertas de las casas. Parecía que aquel sector estaba despoblado. Los hombres comenzaron a gritar, anunciando que el lugar estaba desierto, y se movieron hacia la parte sur del arrabal. Pero cuando llegaron allí el desconcierto también era patente. Todo el mundo deambulaba de un lado a otro, entrando y saliendo de las casas. Allí no había ni un alma. Ataúlfo miró hacia el portillo por donde habían planeado entrar. El ariete ya estaba dando golpes. Uno de los hidalgos dirigía a los hombres que lo sostenían, que empujaban el pesado ingenio de madera agarrándolo por las asas y haciéndolo rodar hasta que su afilada punta impactaba contra la puerta, y retirándolo después para volver a iniciar el proceso. La puerta parecía resistente, pero era pequeña y no se mantendría en pie mucho tiempo. De repente, para sorpresa de todos, mientras movían hacia atrás el ariete, la puerta se abrió. Ataúlfo tuvo un mal presentimiento; cogió a su hermana del brazo y se alejó de allí. Entonces docenas de saetas salieron disparadas desde el otro lado de la puerta, acribillando a los encargados del ariete y al hidalgo que les dirigía desde su caballo, que murieron en el acto. Después comenzaron a salir jinetes vestidos de azul que se desperdigaban en todas direcciones, persiguiendo a los frustrados saqueadores, que ahora corrían despavoridos por doquier. Pierre les instó a resistir y luchar contra los caballeros, pero el pánico había cundido desde que salió disparada la primera saeta; nadie esperaba una respuesta tan violenta. El francés y sus más allegados luchaban por su vida contra un grupo de jinetes que les había rodeado. Los demás hidalgos intentaban contener sin éxito la brutal embestida de la caballería, que seguía saliendo por la puerta. Las fuerzas estaban igualadas al principio, pero aquello había cogido totalmente por sorpresa a la tropa mercenaria, cuya mayoría era atravesada por las lanzas de los defensores o huía hacia el bosque. Ataúlfo y Estela habían huido hacia la parte occidental del arrabal. Mientras corrían, Estela llamó a su hermano con un grito de terror. Este miró hacia atrás y vio que estaban a punto de ser alcanzados por uno de los jinetes, que preparaba ya su arma para descargarla sobre Estela. Ataúlfo se retrasó hasta ponerse delante de ella, interponiéndose como una montaña con sus casi dos varas de altura. Alzó el escudo y esperó el golpe. Y este llegó con toda la potencia que cabía imaginar. Ataúlfo sintió una tremenda sacudida en su brazo, y supo que se lo había partido. El escudo voló por los aires hecho trizas, y él rodó por los suelos, magullándose todo el cuerpo. Aturdido, levantó la vista y vio que el jinete detenía su caballo y daba la vuelta para volver a la carga. Miró hacia atrás y vio que Estela estaba tendida boca abajo e intentaba ponerse en pie; la había arrastrado consigo en su caída. El jinete espoleó a su caballo, que salió disparado hacia ellos. La visera de la celada ocultaba su rostro, y bajo el sobreveste azul se dejaba ver una armadura de malla con refuerzos metálicos que le cubría todo el cuerpo. El caballo también iba muy bien protegido, con una barda que solo dejaba expuestas sus patas. Aquellos jinetes no eran simples alguaciles a las órdenes de un merino. Ataúlfo buscó su hacha; la había perdido tras la tremenda embestida. El jinete enristró su lanza. Ya no había tiempo para recomponerse. Solo podía hacer una cosa. El gigante navarro tomó el puñal de su cinto. El caballo se acercaba veloz como un rayo, pero tenía que aguantar todo lo posible si quería tener alguna posibilidad. Levantó el puñal a la altura de la sien, fijó la vista unos segundos y lo lanzó. La hoja se hundió en la pata delantera del animal, que detuvo su carrera, alzándose y relinchando salvajemente hasta arrojar al jinete de la silla. Este dio con sus huesos en el suelo con un sonoro golpe metálico de su armadura y, antes de que pudiera reaccionar, su montura cayó sobre él aplastándole. Ataúlfo recogió su hacha y ayudó a Estela a levantarse. Esta lo miró preocupada al ver que su brazo izquierdo colgaba fláccido del hombro.
– No es nada –le dijo, para tranquilizarla, y le empujó para que corriera delante de él.
Un caballo desbocado les adelantó por la izquierda, pasando tan cerca de ellos que cayeron ambos al suelo. Era el caballo de Pierre.

Mensaje del Papa para los lectores de La Fortaleza de Manpang

Aquí tenéis un mensaje de Su Santidad para sus fieles amantes de los librojuegos (esos pecadores que disfrutan con semejantes abominaciones del Infierno). Por lo visto está desesperado porque cada vez hay menos cristianos católicos apostólicos y romanos, y por ello lanza una petición. Escuchadlo vosotros mismos.



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