miércoles, 30 de abril de 2008

Capítulo I: Tiempos de paz (6ª entrega)

Esta iba a ser la última entrega de este capítulo introductorio para la campaña Rincón de Aquelarre, pero la cosa da para una entrega más, así que, mis sufridos lectores, avisados quedáis.


Ataúlfo ofreció el último trozo de queso a su hermana.
– No tengo hambre –mintió esta–. Cómetelo tú.
– Lo guardaremos para luego –resolvió Ataúlfo.
– Como quieras, pero no pienso comerme ese trozo –repuso Estela, haciéndole ver a su hermano que no iba a consentir que pasara más hambre por su culpa.
– Está bien –dijo él, llevándose el trozo a la boca–. Válgame Dios, ¡qué mujer más terca!
Estela se adelantó para que no le viera sonreír, pero Ataúlfo conocía demasiado bien a su hermana, tanto que no necesitaba ni mirarle a la cara para saber lo que estaba pensando.
Llevaban dos días caminando hacia el oeste. No se habían cruzado ningún pueblo donde descansar y comprar provisiones, ni siquiera ningún río donde llenar sus odres. Desde hacía un día atravesaban una zona de pequeñas colinas al sur de una sierra. De vez en cuando se les cruzaba alguna liebre, pero no tenían ni los conocimientos ni los pertrechos necesarios para cazar. Su única posibilidad de sobrevivir era seguir caminando hasta encontrar algo de civilización, o acaso algún viajero que les orientara. Ataúlfo luchaba contra el cansancio con todas sus fuerzas; el dolor de su brazo roto y el hambre lo tenían agotado, pero le horrorizaba la idea de ser una carga para su hermana en lugar de ser el hombre bajo cuya protección podía sentirse segura. Por esta razón no solo intentaba resistir, sino que también trataba de ocultar los signos de fatiga. Sin embargo, su hermana también lo conocía demasiado bien a él como para ignorar que estaba sufriendo por mucho que lo intentara ocultar, y sabiendo que jamás admitiría que necesitaba hacer una parada para descansar, le dijo que ya no podía más.
– Si no descansamos un poco voy a caerme muerta –dijo, fingiendo estar más cansada de lo que parecía.
Ataúlfo se detuvo, agradecido por tener por fin un respiro, y miró a su alrededor.
– Aquel parece un buen sitio para hacer una parada –exclamó, señalando un grupo de árboles al pie de una colina.
A Estela le costaba admitirlo, pero, por mucho que pretendiera demostrar que era capaz de sobrevivir sin ayuda de nadie, la presencia de su hermano le proporcionaba gran seguridad. Más que su hermano, era su padre; el padre que siempre debió tener. Más valía tarde que nunca. Dios había sabido recompensar su paciencia y su sufrimiento bajo el yugo de aquel tirano para quien solo valía los golpes que era capaz de soportar antes de quedar inconsciente. Aquel recuerdo terrible y recurrente le solía asaltar en forma de pesadilla en mitad de la noche, y durante el día en los momentos como aquel, en los que tenía demasiado tiempo para pensar. Le dio conversación a su hermano para distraer la mente de aquellos pensamientos de los que casi siempre intentaba huir en vano.
– Podríamos pasar aquí la noche.
– No –contradijo Ataúlfo–, lo que tenemos que hacer es seguir andando. Dentro de un rato nos pondremos en marcha otra vez, así que aprovecha y descansa cuanto puedas.
Ataúlfo no quería preocupar a su hermana, pero su situación empezaba a ser desesperada. Si no encontraban pronto algún pueblo morirían de frío, hambre o sed. Además, horas antes le había parecido oír el aullido de un lobo; les podría estar acechando toda una camada, a la espera de que estuvieran demasiado débiles para defenderse. Lo que Estela pensaba, sin embargo, era que su hermano seguía negándose a manifestar su indisposición, ya que si acampaban allí tendría que cortar algo de leña para la hoguera, y no podía hacerlo con un solo brazo.
– Deja ya de hacer como si nada –espetó Estela, harta de que su hermano pretendiera hacerle ver que se encontraba bien, cuando era evidente lo mal que estaba–. Yo partiré la leña.
– Bah –exclamó Ataúlfo–, y tú deja ya de hablar tanto. Así no encontrarás nunca un buen marido. Haremos lo que he dicho y se acabó.
Estela se dio la vuelta, airada, y no volvió a dirigirle la palabra. Ataúlfo había sacado a propósito el tema que más enervaba a su hermana, para zanjar la discusión. Odiaba que le hablaran de casarse, como ella sola no se bastara para cuidar de sí misma. No quería volver a depender de un hombre jamás. Ya tuvo suficiente con su padre. Al menos, con su hermano, tenía cierta sensación de libertad. Pero si cometía el error de entregarse a un marido, podría regresar a aquella época aciaga, y antes prefería morir. Ataúlfo no podía ni quería obligarla a hacer algo que no deseaba, pero sabía que hablarle de ello era la mejor manera de que se callara. Su sentido del orgullo llegaba hasta tal punto que le horrorizaba demostrar la más mínima debilidad a su hermana, y aún más que ella se ofreciera para hacer el trabajo que se suponía debía hacer él. Los dos eran testarudos como mulas, pero, aunque no lo demostraran abiertamente, se tenían un gran cariño entre sí.
Ataúlfo se había quedado dormido casi sin darse cuenta, y se despertó de un salto al ver que Estela no estaba allí. Se puso de pie, mirando nervioso a ambos lados, cuando algo le cayó en la cabeza. Vio unas bayas rodando por el suelo, y seguidamente miró hacia arriba; su hermana había trepado al árbol y descansaba recostada en una de sus ramas bajas.
– Cómetelas –le gritó, sonriendo–. Hay muchas al otro lado de esta colina. Yo ya estoy llena.
– Pero, mujer, ¿qué haces ahí? ¡Bájate! –le ordenó Ataúlfo.
– Alguien tenía que vigilar, ¿no? –contestó Estela, mientras se disponía a saltar al suelo. Reemprendieron la marcha, no sin antes recoger todas las bayas que pudieron del pequeño bosquecillo de arbustos que había encontrado Estela. El camino se hacía cada vez mas tedioso. A primera hora de la tarde se levantó un viento muy seco que soplaba en todas direcciones. El terreno era más rocoso y subía en pendiente. La escalada, unida a la ventisca y la falta de agua, les tenía extenuados, más aún a Ataúlfo, que se veía obligado a avanzar con la ayuda de su único brazo sano. Sin embargo, consiguieron llegar hasta arriba, y al hacerlo recibieron el premio de una vasta planicie sin apenas vegetación que se extendía hasta el horizonte. A Ataúlfo se le escapó una maldición de pura desesperación. Pero Estela le cogió del brazo y señaló hacia un punto en el oeste. No podían distinguir lo que era debido a la lejanía, pero parecía algún tipo de construcción. Con los ánimos renovados, aligeraron el paso, y les pareció que volaban por el suelo firme después de la ardua subida. Solo cuando la esfera ardiente del sol comenzaba a ponerse pudieron ver que se trataba de un ruinoso molino de viento. Al menos sería un buen lugar para pasar la noche. Solo un aspa desgarrada permanecía por la parte delantera, mientras que toda la parte trasera estaba destruida, con multitud de ladrillos esparcidos por los alrededores. Al lado había una cabaña de madera con el tejado medio derruido, y cuya puerta aún colgaba de una bisagra. Ataúlfo echó mano de su hacha.
– No te separes de mí –le dijo a Estela. Esta obedeció y se situó detrás de él.
Primero inspeccionaron el molino. Dentro no había más que polvo y escombros. El viento, que soplaba cada vez más fuerte, movía la única aspa de un lado para otro, provocando un fuerte crujido. Entonces se dirigieron a la cabaña. Ataúlfo apartó la puerta con cuidado y asomó la cabeza al interior. Estaba demasiado oscuro para ver. Le dijo a Estela que esperara fuera y avanzó con el hacha preparada. Dentro solo se veía la abertura del techo, que descubría el cielo rojizo de las últimas horas de la tarde. Tanteó los alrededores sin encontrar nada. Sin embargo, al situarse justo debajo del techo abierto, acertó a ver los restos de una fogata en un rincón. Aquello le pareció extraño, ya que no había visto signos de vida ni esperaba que nadie pudiera vivir en aquel inhóspito lugar. Se dispuso a salir para continuar con su inspección, pero entonces oyó un sonido proveniente del techo. Sintió un fuerte golpe en la cabeza antes de poder mirar hacia arriba, y cayó al suelo aturdido. Un nuevo golpe en las costillas hizo que perdiera el conocimiento. Estela se asomó al escuchar ruido, para ver a su hermano tendido en el suelo junto a un hombre delgado de aspecto desaliñado que sostenía una estaca. Sus ojos brillaron al verla, y unos labios rojos y carnosos describieron una maliciosa sonrisa bajo una espesa barba sucia y erizada. Ella tomó rápidamente el cuchillo de su faja, sosteniéndolo con la punta hacia abajo, como le había enseñado su hermano. Sin un solo atisbo de duda, se adentró en la oscuridad, dispuesta a defender a Ataúlfo de su agresor, pero este se apartó, ocultándose en la penumbra. Estela se movió rápidamente hacia el lado contrario, sin advertir que la escasa luz que penetraba por el agujero del techo la hacía completamente visible. El miedo se apoderó de ella. Su respiración fuerte y acelerada se oía en medio del silencio, y sus ojos sondeaban nerviosamente las tinieblas de la habitación. Avanzó hacia el fondo con la espalda pegada a la pared. Entonces percibió la silueta del individuo acercándose a la puerta. Se quedó allí mirándola y bloqueando la única salida. Sin embargo, advirtió que ya no tenía la estaca. De repente, el miedo le hizo reaccionar y se lanzó hacia él con un grito, levantando su cuchillo. Sin embargo, justo antes de llegar a la puerta, su adversario la cegó lanzándole a los ojos un puñado de tierra que había cogido de antemano. Estela retrocedió unos pasos, lanzando cuchilladas al aire, y no pudo evitar ser golpeada por la espalda hasta perder las fuerzas y caer desmayada.
Cuando Ataúlfo abrió los ojos, le llegó el resplandor y el calor de una hoguera. Se encontraba aún en el interior de la cabaña. Al intentar incorporarse, le atacó un intenso dolor en el pecho. Aquel cafre debía haberle roto algunas costillas. No pudo evitar soltar un quejido y llamar la atención de su agresor, que estaba sentado junto al fuego comiendo con ansia las bayas que habían recogido.
– Ni una puta gota de agua –gruñó con fuerte acento árabe, zarandeando sus odres y lanzándolos por encima de su cabeza.
Ataúlfo reconoció su voz. No era otro que ibn-Rashid. Tenía un aspecto terrible, peor aún que el de un pordiosero.
– ¡Maldito bastardo! –intentó gritar Ataúlfo, pero al hacerlo volvió a sentir un tremendo dolor que ahogó su grito.
– No te canses, navarro –dijo Ibn-Rashid–. No puedes oponerte a los designios de Dios. Necesitaba comida, y me ha traído estas bayas con vosotros. Tenía frío, y me ha traído tu hacha para cortar leña. Y a esa hermanita tuya. Llevaba meses sin catar a una mujer. Solo ha fallado el agua.
Ataúlfo giró la cabeza y vio a Estela acuclillada en un rincón, intentando cubrir su desnudez con sus ropas rasgadas. Tenía en sus ojos la misma expresión de terror que cuando años atrás la había encontrado en casa de su padre. Un enorme odio bulló en lo más profundo de Ataúlfo, no solo hacia el traidor sarraceno, sino también hacia sí mismo por no haber sido capaz de proteger a su hermana. La impotencia que sentía le causó tal rabia que sus ojos se llenaron de lágrimas y un nudo le oprimió la garganta.
– Pagarás lo que has hecho, te lo juro –le amenazó en voz baja–. A Dios no le gusta lo que haces. Tarde o temprano te castigará, aunque no sea por mi mano –añadió, seguro de que Ibn-Rashid los mataría a los dos. Sin embargo, la alusión a Dios no causó efecto alguno en aquel guerrero para el que parecía tan importante tratar de atraer Su gracia antes de cada batalla, el mismo que pasaba varias horas rezando para dar gracias tras salir ileso de la lucha y conseguir un botín.
– Si Dios lo permite, Dios lo quiere –dijo Ibn-Rashid, como si fuera su conciencia la que se hubiera expresado por medio de su lengua.
Al despuntar el alba, Ibn-Rashid echó tierra al fuego y cogió el hacha de Ataúlfo. Lo miró con un rostro inexpresivo mientras se acercaba a él. Estela, que seguía sin reaccionar, lo vigilaba con los ojos muy abiertos.
– Lo siento, amigo –dijo Ibn-Rashid–, pero ya sabes cómo funciona esto. Necesito dormir, y me mataréis mientras duermo si no os mato yo antes. Ataúlfo creyó percibir cierto sentimiento de culpa en el intento de justificación del sarraceno, o al menos desagrado por el hecho de que les hubiera tenido que tocar a ellos. Aún entonces, sabiéndose ya perdido, se olvidó de sí mismo e intentó proteger a su hermana apelando a la poca misericordia que pudiera albergar su verdugo.
– Perdónale la vida a ella –gimió–. Dale a tu Dios alguna excusa al menos para que te permita entrar en el Paraíso.
– No me hagas reír –se carcajeó Ibn-Rashid–. ¿Qué sabrás tú? ¿Es que acaso no me lo he ganado ya matando a tantos infieles? Además, ahora mismo esa zorra es mucho más peligrosa que tú. Si de alguien he de preocuparme es de ella.
– Maldito seas –dijo Ataúlfo lleno de amargura.
Ibn-Rashid respondió con una sonrisa irónica y levantó el hacha para poner fin a la vida del navarro. Pero Estela, al ver que la vida de su hermano peligraba, salió de su ensimismamiento, dio un salto y se lanzó hacia Ibn-Rashid con una energía insólita. Tan inesperada fue su reacción que al sarraceno no le dio tiempo de esquivarla y cayó al suelo de un empujón. No obstante, se recuperó rápidamente, y antes de que Estela le cayera encima, cogió el hacha y le golpeó la cara con el astil. La muchacha cayó junto a su hermano, y recibió una patada en el estómago que la hizo doblarse por completo. En ese momento, una sombra alargada se proyectó sobre ella. Ibn-Rashid se dio cuenta y miró a través del umbral de la puerta. La sombra pertenecía a un tipo que se estaba acercando. Corrió para situarse junto a la puerta, y entonces pudo ver a un segundo hombre que caminaba tras él. Se le heló la sangre al ver quiénes eran. Por suerte, tal como hicieron antes Ataúlfo y Estela, ambos se dirigieron hacia el molino antes de acercarse a la cabaña. Se colgó el hacha del pantalón y volvió a encaramarse al tejado, abandonando a sus dos prisioneros. Ataúlfo supo que alguien había llegado, pero no podía gritar para advertir a quien quiera que fuera del peligro que corría. Zarandeó a Estela con el brazo sano, pero yacía inconsciente. Transcurrieron unos instantes de angustiosa incertidumbre, hasta que alguien atravesó el umbral.
– ¡Dios mío! –gritó el recién llegado; era una voz conocida–. ¡Ven, Ruy, rápido!
Eran Ruy y Sancho. Ataúlfo no podía creerlo. Por un momento, después de tantos años, volvió a pensar que Dios estaba con él y que le había enviado ayuda para impedir que su hermana fuera cruelmente asesinada por aquel traidor sarraceno. Pero entonces recordó la situación en la que se encontraba. Si tratara de advertirle, Sancho no le oiría bien y eso le llevaría a acercarse a él para intentar entenderle. Lo único que podía hacer era persuadirle con gestos para que no se colocara bajo la abertura del techo. Movió el brazo indicándole que se alejara. Sancho no comprendía lo que quería decirle, tal vez porque no esperaba que una persona herida rechazara su ayuda. Dio un paso adelante, extrañado, y Ataúlfo continuó con los aspavientos aún con más energía, aguantando estoicamente el dolor del pecho. Por fin pareció comprender que existía algún tipo de peligro. En cuanto Ruy entró por la puerta, Sancho detuvo su avance poniéndole la mano en el pecho.
– Son Ataúlfo y su hermana –explicó Sancho–. Los dos están heridos, pero Ataúlfo no quiere que nos acerquemos.
– ¿Por qué? –preguntó Ruy, situado justo en el umbral.
– No lo sé –contestó Sancho, que aún intentaba adivinar lo que estaba ocurriendo.
De repente, se oyó un golpe sordo, y Ruy cayó al suelo con un cuchillo alojado en la espalda. Ibn-Rashid se había descolgado del tejado silenciosamente por la parte que daba a la puerta, cogiendo a Ruy por sorpresa. Sancho retrocedió con rapidez, mientras el sarraceno hacía pie en el suelo y aferraba el hacha, dispuesto a descargarla sin piedad sobre él. Con un grito demencial, entró corriendo y lanzó un golpe descendente, pero Sancho lo esquivó y salió corriendo hacia el exterior. Ibn-Rashid dio media vuelta y se dispuso a lanzar un nuevo ataque. Sancho lo esperó a la salida, y justo cuando el hacha caía sobre él, cerró de golpe la puerta para volver a abrirla rápidamente de un tirón cuando la atravesó la hoja, haciendo perder el equilibrio a Ibn-Rashid, que al tener asido el mango salió despedido hacia fuera y no pudo evitar recibir un puñetazo en plena cara. Entonces Sancho asió una daga que llevaba en el cinto y se encaró con un Ibn-Rashid desarmado, que tras dudar unos segundos, huyó a toda velocidad. Sancho lo dejó marchar, ya que era demasiado peligroso para perseguirlo él solo.

3 comentarios:

Jolan dijo...

Hola Archimago!
perdón por el offtopic, pero ¿dónde estás que no se te ve por el foro ni en tu blog? ;)

Bueno, espero leerte pronto por aquí o donde siempre.
De paso, te dejo un enlace a una noticia sobre Aquelarre que he encontrado:

http://elviciodelocio.blogspot.com/2008/07/rolvival-ii-aquelarre.html

Juan Pablo dijo...

¡Hola amigo!

Pues sigo por aquí, pero más atareado que nunca, y de ahí mi larga ausencia. No obstante sigo entrando a las páginas habituales para ver si hay movimiento, aunque no escriba.
La causa de mi ausencia es un curso de monitor de ocio y tiempo libre que no terminaré hasta mediados de agosto, y que si la diosa Libra quiere, me proporcionará trabajo en el ayuntamiento de mi pueblo, ya que el tema de las oposiciones no ha salido bien.
Tengo pendiente un artículo sobre Murena que ya tengo escrito, pero me falta por escanear imágenes de los personajes, pero estoy demasiado agotado ahora mismo para escribir; imagínate, me levanto a las 6 para cpger el coche e ir al curso, termino a las 14:30, como, duermo hasta las 5 y luego aprovecho las horas para estudiar un máster que me estoy sacando, hasta que me acuesto...

Por cierto, cosa curiosa, en el curso he hecho una demostración de una partida de rol y para el lunes me han pedido que lleve algunos librojuegos (por el tema del fomento de la lectura para niños y jóvenes, comenté que los librojuegos eran la herramienta ideal), a lo mejor hacemos una lectura colectiva de alguno; voy a proponerlo como actividad para despertar el interés de los niños por los libros. Puede que por enero me encuentre haciendo esa lectura colectiva en el salón de actos del ayuntamiento... si Libra, el Kai y el gran Merlín quieren.

Corvo dijo...

Hola Archimago,

Siento el offtopic, llevo un tiempo leyendo tu blog y es uno de mis favoritos. Te mandaria un correo electronico pero no he visto ninguna direccion de contacto.
He creado un blog que seguro que te suena por el nombre, "Retorno a Brookmere" (http://retornoabrookmere.blogspot.com), si lo visitas verás que he puesto un enlace a tu blog. Me gustaria que, si lo crees oportuno, pudieras poner un enlace a mi blog desde el tuyo, ya que tenemos secciones comunes (librojuegos, literatura fantástica, etc.).

Puedes escribirme a esta dirección bocademimulus@gmail.com

Gracias por todo, saludos