sábado, 15 de noviembre de 2008

El Señor de los Hielos

Mi tercera aventura con Lobo Solitario en Las cavernas de Kalte. Este relato desvela toda la trama.


Aventura: Las cavernas de Kalte

Características: Destreza en el combate 13 (+2, +2, +8), Resistencia 24

Disciplinas del Kai: Sexto sentido, Dominio en el manejo de las armas (martillo de guerra, +2 DC), Curación, Ataque psíquico (+2 DC), Defensa psíquica, Camuflaje, Rastreo.

Armas: Sommerswerd (+8 DC), Lanza mágica.

Coronas de oro: 46

Equipo: 1 poción de laumspur (+5 PR), 1 comida.

Objetos especiales: Medallón de la Estrella de Cristal, Escudo (+2 DC), Mapa de Kalte, Cota de cuero (+2 PR).


La guerra había sido dura, pero al fin había terminado. Conseguí regresar a bordo de la flota durenesa y destruí a Zagarna, Señor de la Oscuridad, gracias al poder de la Sommerswerd. El rey me concedió el título de Conde de Fry de Sommerlund en agradecimiento a mi hazaña, y junto a él me concedió las tierras que rodeaban las ruinas del monasterio, con el nombre de Condado de Frylund. Me encontraba supervisando la reconstrucción del monasterio, cuando malas noticias vinieron de la corte del rey. Los mercaderes decían que Brumalmarc, jefe de los bárbaros de Kalte, había caído, y un viejo jorobado había ocupado su trono. Esa descripción solo podía corresponder a Vonotar el traidor. Recordé el enfrentamiento que tuve con él a bordo de la flota fantasmal que reunió con su poder, y temí que tendría que enfrentarme una vez más con él. Ahora había conseguido engañar a Brumalmarc para que le acogiera en su fortaleza de Ikaya como su mago oficial, y aquello le había costado el trono y la vida. Cuando los sommerlundeses se enteraron de ello, su clamor por la venganza fue tan insistente que el rey se vio forzado a prometer que Vonotar sería capturado y juzgado por sus crímenes. Y aquella promesa volvía a ponerme en movimiento.


Así pues, me vi de nuevo pertrechado y preparado para emprender otra aventura. Acudí al puerto de Anskavern y me llevaron al ayuntamiento, donde me equiparon con unas botas especiales para los hielos, una túnica, una capa forrada con piel y unas manoplas. También me entregaron un mapa de Kalte y una bolsa con 20 coronas de oro, así como una cota de cuero y una ración de comida para el largo viaje que me esperaba.



A mi llegada, la nave sommerlundesa Cardolan ya estaba preparada para partir, equipada con víveres, equipo para la nieve y perros kanu. El capitán tenía órdenes de anclar en el promontorio de Halle y aguardar a mi regreso. Las mías eran dirigirme a la fortaleza de Ikaya y capturar a Vonotar. Unos guías especializados me acompañarían hasta la entrada, y debería volver antes de treinta días, pues el invierno se acercaba y la nave podía quedar atrapada en los hielos si permanecía allí demasiado tiempo. Zarpamos con unas buenas condiciones climatológicas, pero al sexto día, cuando avistamos la isla de Tola, se levantó un temporal y sufrimos las inhóspitas condiciones del clima de Kalte, con vientos huracanados y el intenso frío que recubría de hielo el casco del navío. Pronto descubrimos que el temporal nos había desviado hacia los bancos de hielo de Ljuk. Tardaríamos un día en regresar al promontorio de Halle, así que decidí desembarcar allí y viajar a pie.


Los guías me dijeron que había dos itinerarios posibles. El primero consistía en viajar a la montaña de las Brumas y desde allí al glaciar Viad; el otro incluía un largo paseo por la llanura de Hrod y después atravesar el desfiladero de la Tempestad. Miré el mapa antes de tomar una decisión.


Juzgué que debíamos seguir el primer itinerario, y así se lo hice saber a mis guías. Engancharon los perros kanu a los trineos y los cargaron con víveres y el equipo necesario. Los tres guías se llamaban Fenor, Irian y Dyce, y eran expertos en supervivencia en las tierras heladas de Kalte, que conocían a la perfección. Fenor e Irian montaron en un trineo y se colocaron delante, seguidos del otro trineo, en el que viajábamos Dyce y yo. A lo lejos se veía un resplandor, que era el glaciar de Viad. Parecía no estar muy lejos, pero en Kalte las distancias engañaban, pues en realidad se encontraba a más de sesenta millas.


Por la noche acampamos en un círculo de pilares de hielo. Tras montar la tienda nos disponíamos a cenar, cuando, de repente, se oyó un fuerte rugido.

- ¡Por todos los dioses! -gritó Irian-. ¡Un Baknar!

Los baknar eran animales carnívoros que se alimentaban de gallinas de agua o pequeñas ostras, pero este había olisqueado a los perros y vino en busca de ellos para devorarlos. No tuve más remedio que atacarle. En cuanto abrí la tienda, el baknar se lanzó sobre mí. me pilló desprevenido y me tiró al suelo de un zarpazo, pero enseguida me repuse y le maté de dos estocadas de mi espada. Su cuerpo desprendía un olor pestilente que incluso molestaba a los perros. Entonces vi perplejo cómo Irian lo desollaba y, tras meter la mano en su cuerpo, la sacaba llena de una grasa espesa y se la untaba por todo el cuerpo. Me dijo que era aceite de baknar, y que protegía del frío mejor que cualquier piel. A pesar de la repugnancia que me causaba, me unté yo también con él.



Al hacerlo sentí un calor tibio, como si estuviera cerca del fuego, y además, a la par que lo hacía, el desagradable olor iba desapareciendo. Los otros dos guías también se untaron con él, y al volver a la tienda, los perros Kano protestaban aullando y metiendo el hocico en la nieve.



A la mañana siguiente, tras desayunar, reanudamos la marcha. Era una preciosa mañana, y los perros Kano estaban ansiosos por partir. Por la tarde alcanzamos la isla de Syem y establecimos nuestro campamento a sotavento para protegernos del viento nocturno.


Al día siguiente, conforme avanzábamos por el banco de hielo de Ljuk, el terreno se iba haciendo más abrupto, y nos vimos obligados a avanzar a pie. Más adelante nos encontramos una grieta en el suelo que se extendía a mucha distancia. Nos atamos cuerdas por si alguno de nosotros caíamos en ella. La cruzamos sin problema, pero al otro lado encontramos una red de grietas que apenas se veían por estar cubiertas por la nieve, así que nos vimos obligados a avanzar despacio, tanteando el terreno con nuestras armas, hasta que se nos interpuso una grieta de casi tres metros de ancha, que formaba una profunda sima. Los guías me sugirieron usar los trineos como puentes para salvar el obstáculo, pero los bordes helados de la grieta podían ceder bajo su peso, así que decidí saltarlas y tirar luego de los trineos. Dyce consiguió saltar limpiamente, pero Irian resbaló y tuvo que ser izado con una cuerda. Quedamos Fenor y yo. Me preparé para saltar, pero cuando me impulsé en el borde, este cedió y me arrastró hacia dentro. Para colmo, la cuerda que me sujetaba se rompió y me precipité al fondo del abismo. Por suerte, un saliente de hielo frenó mi caída. Fenor saltó sin dificultad y luego me tendieron una cuerda desde arriba.


Aquel desafortunado incidente nos había desprovisto de los perros kanu, los trineos y las provisiones. Pero la misión debía continuar. Tras una acalorada discusión con los guías, pude convencerles para continuar. Irian no tardó en divisar la llanura de Hrod, y una vez allí acampamos al abrigo del desfiladero. Tomamos una frugal cena, pues debíamos racionar las pocas provisiones que nos quedaban.


A la mañana siguiente nos dispusimos a recorrer la llanura para llegar lo antes posible a la montaña de las Brumas. Anduvimos durante dos días, y al amanecer del tercero, Dyce me despertó bruscamente, diciéndome que habían avistado en el horizonte a una veintena de bárbaros de los hielos, y creía que nos habían visto. Recogimos apresuradamente las tiendas y pronto nos dimos cuenta de que, efectivamente, los bárbaros se dirigían hacia nosotros montados en sus trineos. Era un pueblo que odiaba a todas las razas excepto la suya, y cuyo único contacto con las demás lo hacían a través del comercio. Mataban a cualquiera que se adentrara en sus dominios. Muy pronto, sus exploradores hicieron aparición por el norte, montados en esquís. Iban vestidos con pieles y armaduras de cuero, y se movían con gran agilidad a pesar de su tamaño. Llevaban atadas unos palos a la espalda en cuyo extremo ondeaban banderas. Una flecha me pasó rozando, y después un esquiador pasó a diez metros a mi derecha. Entonces vi que llevaban a la espalda unos sacos de los que salían unos niños armados con arcos de hueso, que disparaban mientras ellos esquiaban.


En un abrir y cerrar de ojos, mis tres guías sucumbieron perforados por las flechas. Un bárbaro de los hielos apareció por mi izquierda con una lanza en la mano. Conforme se acercaba a toda velocidad sobre sus esquís, le solté una estocada con mi espada. Recibió tal golpe que cayó al suelo y el niño que llevaba a su espalda salió despedido, quedando tendido boca arriba a tres metros de mí. Lo atrapé para usarlo como rehén, pero daba patadas y me mordía. Entonces mi sexto sentido me alertó de que tenía un puñal oculto en la bota y estaba tratando de sacarlo para atacarme con él. Le arrebaté el puñal y se lo puse en la garganta. Los demás bárbaros me rodearon, pero como tenía de rehén al niño no se atrevían a atacarme. Entonces monté en uno de sus trineos tras librarlo de la carga, arrojé en él al niño y fustigué a los perros. Los bárbaros me seguían de cerca y gritaban algo al niño en su extraña lengua. De pronto, el niño saltó del trineo y una lluvia de flechas cayó sobre mí. Una de ellas me rozó el hombro, pero conseguí escapar gracias a la rapidez de los perros.


Al anochecer llegué al borde de las montañas Viad. Se acercaba una ventisca, y tenía que ponerme a salvo. Mis conocimientos del Kai me revelaron la existencia de una red de cuevas al sur. Abandoné el trineo y me dirigí hacia allí. Cuando hallé la entrada a una de ellas, tenía tanta prisa por refugiarme ante la llegada inminente de la ventisca que me adentré en la oscuridad y no advertí una grieta en el suelo. Caí por ella sobre un montón de nieve. Estaba maltrecho, pero a salvo. Entonces me di cuenta de que había luz. Esta procedía de una grieta cercana. Me interné en ella, vencido por a curiosidad. Poco después, me vi en medio de una inmensa caverna. Había llegado a las cavernas de Kalte, un gigantesco laberinto subterráneo construido por los Ancianos en tiempos pretéritos. Las lámparas de M’lare aún colgaban del techo, bañando de luz el interior con su eterna llama.


Tras caminar durante unas horas, llegué a la orilla de un río. Al otro lado había un túnel, pero las aguas del río eran profundas, y solo podía salvarlo saltando sobre tres bloques de hielo que sobresalían. Logré llegar a la otra orilla sin mucha dificultad y me interné en el túnel. A lo largo de él, las grietas dejaban ver otras cuevas. Me asombré del intrincado laberinto que representaban aquellas cuevas.


Al rato distinguí un olor a carne asada. Estaba hambriento, así que busqué la fuente de aquel olor. Este me llevó a una cueva donde se encontraban dos viejos desdentados que asaban un pequeño animal en un espetón. Me sorprendió encontrarlos allí, pero me acerqué a ellos para preguntarles si podía acompañarles en su comida. Sin embargo, en cuanto me vieron entrar, salieron huyendo entre alaridos. Tras devorar el animal, me apercibí de dos recipientes semiesféricos que yacían en el suelo. Al juntarlos, se formó una llama. Aquella esfera me sería muy útil para combatir la oscuridad del lugar.


Aproveché para dormir un poco, y después proseguí mi camino. Atravesé unas inmensas cuevas con pilares y techos de cristal que me dejaron fascinado. Después llegué a un estrecho pasaje que me conducía a través de una cornisa que corría por el borde de un gigantesco abismo. Cuando llevaba un rato recorriéndolo, un ruido me hizo darme la vuelta, y comprobé aterrorizado que una serpiente bicéfala me estaba siguiendo. Mis conocimientos del Kai me revelaron que era un jakev, un animal capaz de inocular un veneno mortal. Se movía demasiado deprisa, y no podría dejarla atrás, pues me veía obligado a avanzar despacio por la estrecha cornisa. Entonces se me ocurrió una idea. Saqué la esfera de fuego que había encontrado y la puse en mitad de la cornisa. El jakev no podía rodearla sin quemarse debido a la estrechez del pasaje, y finalmente desistió y se marchó. Recogí la esfera y proseguí la marcha hasta que al fin salí de aquel peligroso lugar.


Llegué a una enorme caverna. Su techo estaba a cien metros, y por sus grietas se filtraba un viento helado. Descubrí un túnel que conducía a una cueva llena de estalagmitas. En ella se abrían otros dos túneles, cuyas entradas estaban marcadas con huellas extrañas. Las identifiqué como huellas de baknar, el animal que me había atacado al principio de la expedición. Sin embargo, no sabía de cuál de los túneles provenían.


Decidí ir por el de la izquierda, y llegué a una cueva llena de estalactitas y estalagmitas cuyo suelo estaba cubierto de huellas y huesos de animales. El lugar, no obstante, parecía desierto. El muro del norte era completamente liso, y al acercarme comprobé que estaba hecho de bloques de granito. ¡Había llegado a la fortaleza de Ikaya! Una rampa conducía a una puerta de piedra que daba entrada a la fortaleza. Me detuve un momento para examinar los huesos esparcidos por el suelo, y me horroricé al comprobar que muchos de ellos eran humanos. Entonces hallé entre ellos una cajita de hueso. Al abrirla, me llegó el resplandor de un gran diamante.


Cuando subía la rampa hacia la puerta de piedra, unos cristales comenzaron a moverse. Vi con incredulidad cómo se transformaban en una masa de anillos que al desplegarse formaron un ser de hielo que avanzaba reptando hacia mí. Me preparé para luchar contra la serpiente de cristal. Sus órganos se veían a través de su cuerpo transparente, y en su boca había dos hileras de afilados colmillos de cristal. u primera dentellada fue fatal y me causó una herida, pero mi respuesta fue muy efectiva. El ser se deshizo en segmentos que reventaron y se deshicieron en el hielo, dejando ver una llave de plata entre ellos. Al cogerla, los corrosivos ácidos que la impregnaban atravesaron mis manoplas y me dañaron la mano. Hundí la mano en el hielo para calmar el dolor y me dirigí a la puerta.



La puerta era lisa y no tenía cerrojos. Sin embargo, en uno de los bloques de granito había un hueco con forma de triángulo. De repente, un fuerte rugido me heló la sangre. Un kalkoth había penetrado en la cueva y se dirigía hacia mí. Se impulsó hacia mí con las fauces abiertas, dejando ver una lengua acabada en un arpón venenoso. Al caer sobre mí caí hacia atrás y me golpeé contra la pared. Pero después caí sobre él y le hundí mi espada en su cuerpo. Había tenido suerte de que no me alcanzara su legua, ya que su veneno era mortal. Exhausto por los combates que había librado en la cueva, tomé la poción de laumspur que me habían dado en Hammerdal. Me sentí bastante reconfortado, y entonces advertí que del cuello del kalkoth colgaba una cadena con un triángulo azul de piedra. Tras insertarlo en el hueco del bloque de granito, la puerta se abrió con gran estrépito y unos instantes después volvió a cerrarse. Pero antes de que ello sucediera, me deslicé dentro, llevando conmigo el triángulo al cuello.



Dentro, la temperatura era mucho más agradable. Un pasadizo ascendía hacia un rellano del que partía otro pasadizo hacia el este. Las lámparas de M’lare también iluminaban el interior de la fortaleza, dejando ver los motivos esculpidos en los muros. Al llegar al rellano vi que una arcada conducía a una habitación llena de desperdicios. Me puse a examinarlos para ver si podía aprovechar algo de ellos. Solo hallé una mochila y una cuerda. Me quedé la cuerda y seguí por el pasillo del este.


Llegué al pie de unas anchas escaleras de piedras que subían hasta otro rellano. El centro de los escalones estaba desgastado por las pisadas. Tras el rellano se abría una cueva, y esta terminaba en una arcada en a que se abrían dos pasadizos. Caminé por el pasadizo del este. Este torció a la izquierda, y tras el recodo encontré una enorme grieta en el suelo. Justo sobre ella había suspendida una lámpara de M’lare. Enganché a ella la cuerda que había cogido y salté sobre la grieta con su ayuda.



Tras recuperar la cuerda, seguí hacia delante. Tras andar unos metros, encontré una puerta a la izquierda del muro en forma de arco. Estaba decorada con unos motivos que mostraban a cientos de esqueletos agarrados a bloques de piedra, y había una palanca levantada junto a ella. Seguí por el corredor sin hacer caso de a puerta. unos metros más adelante, el corredor giraba al oeste y conducía al pie de otras escaleras que terminaba en una puerta de piedra con una palanca al lado. Al bajar la palanca, la puerta se deslizó a un lado dejando ver una cámara vacía excepto por un cofre de granito que descansaba en el centro.



Examiné el cofre, que estaba decorado con cabezas grotescas. Una de ellas dejaba ver una cerradura. Probé en ella la llave de plata que cogí de los restos del ser de hielo que me atacó a la entrada de la fortaleza. Al hacerlo, sonó un “clic” y la llave desapareció por la cerradura. A continuación se abrió el cofre, dejando ver un magnífico yelmo de plata.



Mi sexto sentido no me alertaba sobre él, así que me lo puse. Era ligero y cómodo. No cabía duda de que sería de gran ayuda en posteriores batallas. Animado con mi nueva adquisición, dejé la cámara y continué mi camino.


Subí por las escaleras hasta llegar a un estrecho rellano. Descubrí una puerta camuflada entre los intrincados relieves del muro, con una palanca al lado. Al tirar de ella, la puerta se abrió lentamente mostrando una estrecha arcada entre jirones de bruma. Entonces, la temperatura comenzó a descender bruscamente.



Sentí una poderosa fuerza vital tras el arco. Entonces recordé la leyenda de la puerta de Vagadyn, que hablaba de unos demonios de hielo que abandonaron su mundo par venir a Kalte. Dicha puerta unía su mudo con el nuestro, y lucharon entre sí por franquearla. Pero los Ancianos también sabían de su existencia, y apresaron a cada uno de los demonios que la franquearon en un cristal, para usar su energía en la construcción de a fortaleza de Ikaya. Las lámparas de M’lare contienen los espíritus encerrados de estos demonios, y por eso brillan eternamente. La leyenda también decía que si alguien rompía las prisiones de cristal de estos demonios, correrían a refugiarse en su cuerpo. Avancé prevenido por esta leyenda, y llegué a una amplia cámara. Era un templo construido por los ancianos. Bordeado por dos filas de altas columnas, un pasillo central conducía hasta un altar de sacrificios instalado en un nicho del muro norte. Sobre él reposaba una extraña estatua, que parecía esculpida en una piedra blanca y pulida. A la cabeza y a los pies de la estatua se alzaban unos pilares negros, embutidos en la piedra del altar. A la izquierda de éste, una escalera ascendía a través de un arco sumido en la oscuridad, hasta perderse de vista. El suelo de la cámara, salpicado de piedras y trozos de hielo, estaba hecho con losas de cuarzo y granito. Avancé hasta el altar pisando solo las losas de granito. Cuando llegué, sentí que había algo encerrado en la estatua que imploraba libertad. Debían de ser los demonios de la leyenda. Me alejé de ella y me dirigí a la arcada del norte.


Tras atravesarla, tiré de una palanca y se cerró el acceso al templo. La temperatura era más alta en este pasadizo y se oían unos retumbos. Más adelante, una luz se filtraba por una abertura rectangular practicada en el suelo. Había otro corredor tres metros más abajo al que podía acceder por esta abertura, pero decidí seguir por este pasadizo. Más adelante, otra abertura dejaba ver una celda en la que se encontraba un hombre situado en el centro de un tentáculo dibujado con tiza.



Presentí algo malo en él, así que seguí mi camino. Descendí por una escalera y llegué a la entrada de un túnel. Pero antes de entrar en él descubrí una puerta secreta. Entré por ella y accedí a otro túnel por el cual el retumbar que había oído antes era más fuerte. En el muro oeste de este corredor hallé otra puerta, y al mirar por el ojo de la cerradura pude ver que se trataba de una celda en la que estaba encerrado un viejo vestido con una túnica sucia, decorada con medias lunas y estrellas. Entonces recordé la túnica de Banedon, y supe que aquel hombre era un miembro de la Hermandad de la Estrella de Cristal.


Cuando entré, reconoció mis ropas del Kai y me recibió con gran alegría como su salvador.

- Me llamo Loi-Kymar. Soy uno de los ancianos del Gremio de Toran -dijo sacando de entre sus raídas ropas una pequeña Estrella de Cristal y mostrándolo como prueba tangible de su identidad.


Me contó que tras la traición de Vonotar, su fracaso en a guerra iba a ser castigado con la muerte por los Señores de la Oscuridad, pero logró escapar usando la Cruz del gremio, que tiene la facultad de teletransportar a una persona o cos de un lugar a otro. Pero como solamente él tenía el poder para usarla, le obligó a traerle aquí amenazándole con matar a toda su familia si no accedía, así que no tuvo más remedio que aceptar. Entonces le conté mi misión, y se ofreció a conducirme al trono de Brumalmarc, desde donde gobernaba Vonotar, y me prometió que si recuperaba la Cruz del Gremio, me transportaría de regreso al Cardolan.


Seguí a Loi-Kymar a través d los corredores. Llegamos a una puerta tras la que se encontraban las cocinas de la fortaleza. Dentro ardía una chimenea sobre la que colgaba un caldero lleno de gachas. Dos bárbaros estaban sentados en una mesa cercana. A juzgar por los cuencos vacíos que había sobre ella, acababan de comer un plato de esas repugnantes gachas. Entré bruscamente y les pillé por sorpresa. No me costó mucho deshacerme de ellos. Tras ocultar sus cadáveres, volví a la cocina y vi que Loi-Kymar examinaba unos tarros llenos de hierbas. Mezcló el contenido de varios de ellos en una escudilla y me la ofreció. Al comerlo, sentí que recuperaba casi todas mis fuerzas.



El trono de Brumalmarc estaba al final del corredor que partía de la cocina. Unos bárbaros protegidos con armaduras de hueso y armados con espadas de cristal guardaban la puerta de acceso al trono. Loi-Kymar hizo un conjuro mientras mezclaba varias de las hierbas que había cogido en la cocina. U humo azul comenzó a brotar de ellas, y me dijo que aquello silenciaría a los guardianes si conseguíamos acercárselo. Tapándome la nariz con un trozo de tela, avancé por el pasillo ocultándome en las sombras y, cuando estuve cerca de los bárbaros, puse el cacharro sobre una pilastra y regresé, esperando que hiciera efecto. Al cabo de un momento, los bárbaros cayeron al suelo sin sentido y pudimos atravesar la puerta si peligro.


Por fin nos encontrábamos en la sala del trono. Era una vasta sala hecha de bloques de cristal. Estos formaban una plataforma en el centro de la sala, en lo alto de la cual se levantaba el trono de Brumalmarc, sobre el que se sentaba Vonotar, que estaba absorto en la lectura de los numerosos volúmenes que le rodeaban. Entonces Loi-Kymar estornudó y Vonotar se dio cuenta de nuestra presencia. Lanzó un grito de horror y echó mano de su varita de mago, que era una larga cruz negra. Comencé a subir por la pirámide de cristal con la Sommerswerd preparada, pero antes de llegar arriba se abrió un abismo entre Vonotar y yo. De las profundidades del foso surgieron gruñidos y gritos inhumanos y al instante emergió un horrible monstruo gigantesco de color verde. El monstruo era controlado por Vonotar, y le ordenó que me atacara. Cuando me disponía a hacerle frente con mi espada, me di cuenta de que Vonotar había levantado su cruz negra y había clavado su mirada en Loi-Kymar. ¡Le estaba atacando con su fuerza psíquica! Si n acababa pronto con aquel engendro, Loi-Kymar moriría, y sin él no podría regresar a tiempo al Cardolan, ya que era el único que sabía usar la Cruz del Gremio. El monstruo rugió, dañado por la luz que desprendía la Sommerswerd, y me lancé al ataque. Corté varios de sus tentáculos, y en mi segundo ataque hundí la espada en su único ojo.



En ese momento, Vonotar interrumpió su ataque psíquico y corrió a refugiarse tras el trono de Brumalmarc. Loi-Kymar estaba aturdido, pero se recuperó rápidamente y se reunió conmigo al borde del abismo creado por Vonotar. Lanzó unas hierbas al fondo del foso y de él surgió una maraña de plantas que formaron un puente hacia el trono. Pero entonces, Vonotar volvió a aparecer blandiendo una varita de cristal, de la que salió un cono de escarcha que dirigió hacia las plantas. Apunté mi espada hacia la varita de Vonotar, y entonces el cono de escarcha cambió de trayectoria y se dirigió a su hoja, que lo absorbió por completo.


Vonotar maldijo, y seguidamente li-Kimar le lanzó un manojo de hierbas que le alcanzó el pecho y se convirtieron en una enredadera que aprisionó al malvado mago de pies a cabeza. Mientras Loi-Kymar buscabala Cruz del gremio, me dijo que le quitara a Vonotar todos sus anillos y amuletos para impedir que utilizara más estratagemas. mientras lo hacía, encontró la cruz. Quise mostrarle mi mapa de Kalte para enseñarle dónde estaba anclado el Cardonal, pero lo rechazó, diciendo que se fiaba de su propio sentido de la orientación. El viejo mago levantó su varita y un rayo de luz cegador brotó de su extremo. Entonces describió tres grandes círculos en el aire y el salón del trono del Brumalmarc se convirtió en un calidoscopio de colores.


Cuando los colores desaparecieron, nos vimos en el banco de hielo de Ljuk, a un solo kilómetro del barco. El vigía nos descubrió y el capitán mandó una lancha para recogernos. Mientras Vonotar era izado y encerrado en el calabozo del barco, el capitán me felicitó por el éxito de mi misión, sorprendiéndose de que hubiera regresado tan pronto.


Durante el viaje de regreso tuve unos pensamientos para mis desafortunados guías, que habían sucumbido en Kalte. Al llegar a Anskavern, la muchedumbre se agolpaba expectante, y al ver que había conseguido capturar a Vonotar, tuve que hacer verdaderos esfuerzos por protegerle de su cólera.



Finalmente, Vonotar fue conducido a Toran. El día de la fiesta de Maesmarn fue juzgado por la hermandad y fue declarado culpable de sus crímenes. Lo condujeron a una profunda cámara en la que se encontraba la Puerta de la Oscuridad, tras la cual se abría el plano del Daziarn, del cual nadie ha podido regresar jamás. Yo mismo fui el encargado de arrojar al portal a Vonotar, que desapareció entre gritos que resonaron en el interior de su eterna prisión.

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