martes, 18 de diciembre de 2007

Capítulo I: Tiempos de paz (1ª entrega)

Inauguro hoy esta nueva sección dedicada a una pequeña novela histórica que comencé a escribir y que voy a ir ofreciendo en pequeñas entregas en el blog. Está basada en personajes clásicos de Aquelarre y pretende ser un prólogo a la campaña Rincón, pero no hay ninguna referencia sobrenatural en ella, por lo que puede enmarcarse dentro del género histórico. Aún no tiene título. Espero que os guste.



Sancho y Ruy avanzaban hacia el pueblo por el camino que quedaba al oeste, sin más pertrechos que una mula que Pierre les había dejado, cargada con unas alforjas llenas de baratijas para simular que eran buhoneros. La zona por la que caminaban era un llano que carecía de vegetación, lo cual indicaba que debió estar poblada en otro tiempo. Desde su posición, a una legua aún de la muralla, podían ver un arrabal al norte y algunos solares y tierras de labranza al sur. Cuando ya estaban cerca del recinto amurallado, Ruy le hizo una señal a Sancho para que aminorara el paso con el fin de observar detenidamente los detalles en busca de información. Aquel parecía el típico pueblo árabe repoblado por cristianos. La muralla estaba ruinosa en algunos de sus puntos, con amplias grietas que la hacían fácilmente superable, pero junto a la puerta, de férrea madera claveteada, se levantaba una torre que tenía aspecto de haber sido restaurada. No obstante, solo se veía a un alguacil al lado de la puerta, protegido con gambesón y capacete y armado con una lanza. Previamente habían acordado que sería Sancho el encargado de hablar y dar explicaciones a quien se las pidiera, mientras Ruy buscaba los puntos débiles en la defensa del lugar. El alguacil los detuvo frente a la puerta y echó un vistazo a las alforjas.
– ¿De dónde sois? –preguntó secamente.
– Yo soy aragonés, y mi socio es castellano, pero del norte –contestó Sancho. Ruy observaba con más detenimiento la puerta y la torre. Por allí no se podría pasar, había que buscar otra manera–. Venimos a probar suerte en el mercado, quiera Dios aligerar peso a mi vieja Rufina y cargarlo en nuestras bolsas.
– El mercado es el jueves –informó el alguacil, que no era precisamente un dechado de simpatía.
– En ese caso será el posadero el que se enriquezca a nuestra costa –repuso Sancho–. Maldita suerte la nuestra.
El alguacil hizo un gesto con la cabeza invitándoles a atravesar la puerta. Una vez que estuvieron lo suficientemente lejos de él, Ruy se acercó a Sancho y le musitó unas palabras al oído.
– Vamos a buscar la posada. Te quedarás allí con el animal mientras yo exploro los alrededores.
Sancho asintió con la cabeza. Ruy sabía más que él de aquellas cosas, había que dejarle hacer. Mientras tanto podría relajarse con un buen vaso de vino. El castillo estaba muy cerca de la muralla oriental, separado de esta por una plaza rodeada de viviendas, con un convento adosado a la parte norte de la muralla y una posada al otro lado. Si disponían de ballesteros, podrían descargar las saetas sobre los atacantes que atravesaran la puerta sin ninguna dificultad. Lo primero que tenía que hacer era comprobar si el castillo disponía de milicia para protegerlo. En sus muros había vestigios de asedios anteriores, pero aún podían cumplir bien su función. La muralla estaba almenada, pero no se veía a ningún soldado caminando en su adarve. Sancho asió las riendas de la mula y se desvió hacia la posada. Ruy caminó alrededor del castillo simulando estar ocioso. Descubrió que constaba de tres torres auxiliares, una de ellas situada en el vértice sur-oriental y las otras dos conectadas con la muralla exterior, más la torre del homenaje, una mole cuadrada de tres pisos situada en el vértice sur-occidental, con numerosas troneras repartidas por los dos lados que daban al exterior. Todas las torres eran cuadradas, lo cual indicaba que el castillo debía ser muy antiguo; seguramente se trataba de una alcazaba árabe en torno a la cual creció la población. Al menos estaba seguro que la muralla exterior se había erigido con posterioridad, porque los materiales que se habían usado para construirla parecían distintos. No obstante, los muros del castillo parecían menos castigados. La puerta se encontraba justo enfrente de la otra por la que habían entrado en el pueblo. Estaba cerrada y no se veía ningún soldado custodiándola. Ruy renunció a la idea de obtener por sí mismo más información sobre el castillo. Tal vez Sancho podría averiguar algo por su cuenta en la posada. Caminó de nuevo en torno al castillo, pero esta vez observando los alrededores. Había gran cantidad de casas apiñadas formando estrechas callejuelas empedradas que subían en suave pendiente hacia el sur. La iglesia del pueblo estaba adosada a la parte occidental del castillo y al norte de la muralla, y era una nave imponente con una alta torre-campanario. Había dos ermitas cerca de allí. Debía haber una importante comunidad religiosa en el pueblo, a juzgar por los numerosos edificios eclesiásticos que se erigían en él. Frente a la iglesia había un gran espacio que debía ser la Plaza Mayor, donde quizá se celebrara el mercado. Ruy se dispuso a inspeccionar el resto del cerco exterior. Desde la plaza vio una gran puerta al norte, aún más imponente que la oriental. Esta puerta también estaba custodiada por un único alguacil, y no había fortificaciones cercanas, solo casas que formaban una larga calle a partir de ella, más ancha que las demás. Siguió la muralla hacia el oeste, y vio que en la parte del recorrido en el que no tenía casas contiguas, estaba reforzada por varias torretas cuadradas, terminando con una redonda donde formaba ángulo. El lienzo occidental tenía un trazado muy irregular. Había una plazoleta frente a un portillo defendido por una torre parecida a la que había visto al entrar, pero esta era más pequeña y estaba ruinosa. El lienzo meridional también tenía un trazado irregular, pero era más largo, y había otra puerta con su correspondiente alguacil y una torre cuadrada de pequeñas dimensiones a la derecha. El portillo de la parte occidental era el lugar de más fácil acceso, pero estaba demasiado alejado del castillo. Si entraban por allí tardarían un poco en llegar hasta él, y sus defensores tendrían tiempo para prepararse. La opción de la puerta oriental era más arriesgada, pero si organizaban bien el ataque y conseguían entrar pronto, tal vez pudieran coger por sorpresa a los defensores y tuvieran la posibilidad de sorprender a la mayoría de los vecinos aún fuera del castillo, a donde sin duda acudirían para protegerse. Ruy salió por el portillo, el único acceso que carecía de guardia, para echar un vistazo por los arrabales. La parte del oeste estaba muy poblada, pero conforme se alejaba hacia el este había muchas menos casas. Al suroeste se hallaba un cerro rodeado de bosque, y más al este estaban las tierras de labranza que había visto antes. Sin duda, aquel bosque era el lugar idóneo para reunir a la tropa. Si atacaban desde allí solo podrían reaccionar cuando los tuvieran encima. Volvió a entrar por el portillo y se dirigió a la posada donde le esperaba Sancho. Era un edificio de dos pisos con un establo y pequeñas ventanas enrejadas arriba. Empujó la puerta, que estaba encajada, y esperó un momento junto a ella para que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad del interior.
– ¡Fernando, por fin has llegado! –oyó gritar a Sancho. Aunque solo veía su silueta al fondo, sabía que se refería a él–. Pasa, ven conmigo y bebe un poco de vino. Este es el socio del que te hablé –le dijo a un hombre alto y rechoncho que tenía al lado–. Anda, sírvele un trago. No encontraste lo que buscabas, ¿eh, bribón? –Ruy se sentó a su lado y negó con la cabeza. No debía abrir la boca en esos momentos. A saber la historia que se había inventado Sancho–. Claro que no. El señor Diego me ha dicho que aquí no hay burdeles –dijo refiriéndose al posadero, soltando una risotada y golpeando la espalda de Ruy con la mano. Este sonrió a su vez y se llevó a la boca el vaso que acababa de traerle Diego, que se sentó con ellos a la mesa, arrimando un taburete–. Por lo visto hay en el pueblo demasiados santurrones que no permiten a las mujeres llevar una vida licenciosa. Una decepción para nuestra entrepierna, pero un alivio para nuestras bolsas. Ah, menos mal que la Santa Madre Iglesia vela por nuestro dinero; ¿cómo podría echar mano de él si nos lo gastamos en furcias?
Sancho volvió a soltar una carcajada, acompañado de Diego. Ruy simuló un gesto de contrariedad por saber que el pueblo carecía de burdeles. Miró a su alrededor y vio que estaban solos en el comedor.
– No te aflijas, muchacho –dijo Diego entre risas–, que alguna viuda habrá por aquí a la que hacerle un apaño –se acercó al oído de Ruy en tono jocoso–. Busca a Soledad, la del arrabal, verás cómo me lo agradecen tus cojones –dijo sin bajar la voz–. Y no solo ellos, sino también tu bolsa, que la pobre mujer está tan necesitada que nada te cobrará.
El bueno de Sancho se había sabido ganar a aquel tipo, de eso no cabía duda. ¿Le habría podido sacar alguna información útil? Ruy le hizo un gesto con las cejas, y este entendió enseguida.
– Bueno, amigo –dijo Sancho, cordial–, a ver si puedes prepararnos algo de comer, que las tripas nos rugen desde hace horas.
Diego se levantó y desapareció por una puerta del fondo. Se le veía feliz de poder ganar algo de dinero con ellos. Sancho comenzó a hablar en voz baja apenas se cerró la puerta.
– El mercado es dentro de tres días, y se celebra en el interior del castillo. El pueblo lo gobierna un alcalde designado por el concejo, que vive en el torreón con su familia. ¿Qué hacemos?
Ruy meditó unos instantes.
– Tres días son demasiado, pero tendríamos una oportunidad de oro entrando al castillo, así podríamos comprobar sus defensas y saber de cuántos hombres disponen. Tendré que consultárselo a Pierre.
– Entonces no perdamos tiempo –dijo Sancho–. Quédate a comer y sal con la excusa de buscar a esa furcia de la que te ha hablado Diego. Alquilaré una habitación para que este botarate no sospeche nada.
– ¿Cuánta gente hay en la posada?
– Solo lo he visto a él y a un muchacho que se ocupó de la mula. Seguramente vive con su esposa, pero no he visto ningún inquilino.
Ruy asintió. En ese momento Diego apareció de nuevo por la puerta. Sancho empujó a Ruy en el hombro y se rió para simular que aún bromeaban.
– Ya veréis qué platos más ricos prepara mi Adela –dijo el posadero–. ¿Os quedaréis hasta el día del mercado?
– Por lo pronto nos quedamos esta noche –contestó Sancho.
Ruy y Sancho siguieron charlando desenfadadamente con Diego. Poco después se oyó una voz ronca que llamaba al posadero, perteneciente a su mujer. Este acudió a su llamada y volvió con una olla humeante y dos cuencos, en los que sirvió una sopa verde y espesa hecha con ajo, pan y guisantes. Después alquilaron una habitación y Ruy fingió que iba en busca de la viuda. Salió por el portillo y dio un rodeo para que no le viera el alguacil de la puerta este. La tarde ya teñía el cielo de rojo cuando divisó el bosque en el que se escondían.

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