sábado, 5 de febrero de 2011

Profesiones medievales: el escriba

Con este artículo, doy comienzo a una serie que versará sobre las distintas profesiones que se desempeñaban durante la Edad Media, en un intento por ofrecer información sobre ellas a los aficionados al juego de rol Aquelarre, de próxima aparición, con el fin de que, aquellos que lo deseen, puedan conocer algunos detalles sobre su propio personaje y disponer de información adicional para su correcta interpretación.

En especial me centraré en profesiones que por lo general son más desconocidas, y que por ello apenas son elegidas por los jugadores. Por eso comenzamos con el escriba, el gran olvidado de un juego en el que los grupos de aventureros a menudo se reducen a soldados, brujos y ladrones (por ser estas profesiones bien conocidas en los juegos tradicionales de fantasía medieval, pero por otra parte, no por ello correctamente interpretadas a nivel histórico).

Los escribas

En una época en la que el analfabetismo era la nota dominante entre la gran masa de gente que constituía el pueblo llano, y siendo esta también la condición de la mayoría de la nobleza, el conocimiento de la escritura era una especialidad, un trabajo que sólo podían desempeñar unos pocos. Puesto que durante el medioevo prácticamente todos los conocimientos de tipo académico se conservaban en los monasterios –cosa que sólo comenzaría a cambiar con la creación de las universidades en la Baja Edad Media–, fue en el ámbito religioso donde surgió el hombre de la pluma (sé que el chiste es fácil, pero resistíos, hijos míos).

Este primer escriba es el hombre que trabaja copiando al dictado de un hermano o directamente de un texto, y cuyo fin es hacer copias de una obra, por eso le llamaremos copista. Durante siglos, los monasterios, y específicamente los copistas, serán la única fuente de difusión de la cultura, gracias a los cuales nos han llegado hasta hoy muchas de las obras de la antigüedad.

Pero con el desarrollo y crecimiento de las ciudades en el bajo medioevo gracias al cada vez más floreciente comercio, el escriba va a tener la oportunidad de salir del monasterio y ponerse al servicio de mercaderes y pudientes a los que siempre acompañan o trabajar bajo pedido a cambio de un salario. Hablamos ya del notario, un escriba que a menudo es experto en leyes, y cuya labor se hace imprescindible a la hora de redactar contratos, códigos, reglamentos, libros de cuentas y demás.

En las líneas siguientes, trataremos de ver cómo vivían estos dos escribas, cómo hacían su trabajo y las vicisitudes con las que se enfrentaban a diario.

El copista

La figura del copista fue muy común en los monasterios medievales, sobre todo desde el siglo VIII al XII. Sin embargo, sus condiciones de trabajo variaban según la orden a la que pertenecían. En primer lugar echémosle un vistazo al scriptorium, su lugar de trabajo.


Al principio no existía el scriptorium. Los escribas solían trabajar en el claustro, que era el lugar donde se podía aprovechar la luz durante más tiempo. Se disponían a lo largo del pasillo, cerca de las ventanas y separados unos de otros por paneles de madera. Bajo el escritorio solían poner algo de paja para combatir el frío. Más tarde se creó un espacio de trabajo dedicado exclusivamente para ellos, y se ubicó en la biblioteca. Esta no tenía una función de sala de lectura, sino de almacén de libros, y el espacio del scriptorium era donde estos se producían. No obstante, no todas las órdenes daban la misma importancia a este trabajo. Mientras los monasterios benedictinos disponían de grandes salas de escritura, cartujos y cirtercienses confinaban a los escribas en pequeñas celdas con escritorios.

Ahora echemos un vistazo a los instrumentos de trabajo del escriba monástico. Este se sentaba en un banco carente de respaldo. La mesa presentaba una gran inclinación, de manera que la escritura era casi vertical. No se descarta la posibilidad de que a veces trabajaran en cuclillas, apoyando el pergamino sobre el regazo, o de pie, ya que la mesa como mueble destinado a la escritura era una novedad en aquel entonces. Cerca tenía un ejemplar del libro que debía copiar. Pocas veces copiaba libros a dictado; cuando trabajaba de esta forma, se limitaba a transcribir las palabras de un autor, puesto que era así como los autores componían sus obras, dictándoselas a un escriba. Así pues, vemos que el escriba–copista nunca elegía las obras que debía copiar, ni siquiera cuando se trataba de copiar un libro, pues este le era proporcionado por el responsable del scriptorium tras el consentimiento del padre abad.

En cuanto al trabajo en sí, el copista debía copiar lo más fielmente posible el tomo que le había sido confiado, imitando incluso el tipo de letra, si es que tenía la suficiente habilidad para ello, y también las glosas, los comentarios y las notas. Es decir, su trabajo era reproducir los libros de manera fotográfica. Hasta tal punto era así que no se le permitía corregir las faltas ortográficas de los originales, a no ser que dispusiera de previa autorización para ello. Pero el trabajo del copista no era tan simple como pudiera parecer. No sólo debía reproducir fielmente los tomos, sino que debía mantener su nivel de legibilidad o mejorarlo si era posible.
Este trabajo requería de varias habilidades por parte del copista: lectura, dictado a sí mismo, retención de lo leído en la memoria y ejecución caligráfica.

En cuanto a la lectura, esta no sólo dependía de la habilidad del copista, sino también de la legibilidad del original. La dificultad radicaba sobre todo en lo segundo, ya que hasta el siglo VII, la escritura no estaba preparada para ser leída: era continua, sin separación entre palabras, frases o párrafos, y además carecían completamente de puntuación, o bien esta era caótica, debido a las anotaciones de lectores anteriores, que ya le habían dado una puntuación personal basada en su creencia de cómo debía ser leído el texto. Esto ocurría en todos los textos paganos, pero en los litúrgicos la cosa empeoraba. En estos se utilizaba un tipo de letra degenerada de las grecolatinas, ideada para escribir velozmente, dado que solían ser copiados en tablillas de cera, de forma que a veces letras enteras se perdían entre los rasgos de las que las rodeaban, y el copista necesitaba una formación especial para poder leer estos textos. La cosa empeoraba sustancialmente cuando el original estaba escrito en latín, circunstancia que se daba la mayoría de las veces. El copista debía tener un buen conocimiento de la gramática latina, una lengua que ya en el siglo VIII estaba en desuso entre la población y sólo se conservaba en los libros, con el fin de entender un texto en el que, como hemos mencionado, no había separación entre palabras ni frases.

Así pues, un copista tenía los conocimientos necesarios para convertir esto:

enunlugardelamanchadecuyonombrenoquieroacordarmenohamuchotiempoqueviviaunhidalgodelosdelanzaenastilleroadargaantiguarocínflacoygalgocorredor
En esto:

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

Por otra parte, hay que señalar que el monje copista es el único hombre en la Edad Media, junto con el notario, en el que confluyen las habilidades de lectura y las de escritura. Era de lo más normal que un individuo supiera leer pero no escribir, o que supiera escribir algunas palabras pero no leer un texto.

La ciencia de la comprensión de los textos se reunía en el arte de la Gramática, una de las más valoradas desde la Antigüedad hasta el Renacimiento y de obligado aprendizaje para cualquier copista. Esta era “el arte de interpretar a los poetas y a otros escritores, y los principios para hablar y escribir correctamente”. El objetivo fundamental del estudio de la Gramática era llegar a poder leer de manera correcta cualquier texto. Se componía de cuatro saberes: la lectio (lectura), la enarratio (explicación de textos oscuros), la emendatio (corrección del texto) y el iudicium (estimación del valor literario o moral del texto). Esto nos lleva a la conclusión de que la lectura no era, como lo es en nuestros días, la sencilla repetición verbal del texto, sino la “interpretación” de su significado. Gracias al conocimiento de la Gramática, los monjes copistas comenzaron a separar las palabras, primero con un signo y después dejando un espacio en blanco como aún hacemos hoy día; posteriormente se hicieron separaciones más grandes que la palabra: sintagma, frase y párrafo, y con ellas nacieron los signos de puntuación y la letra notabilior, una letra más grande que las demás que señalaba el inicio de un texto. Todas estas convenciones ya se habían generalizado en toda Europa para el siglo XI. Aquí es donde se hace más patente la importantísima aportación del escriba: al hacer legibles los textos clásicos, la escritura dejaría de ser un mero soporte para la voz, como lo había sido hasta entonces y sin la cual estaba incompleta.

Vamos a dar un repaso ahora a los utensilios propios del copista. Este se encontraba rodeado de cálamos y plumas, páginas de pergamino y tintas, y adicionalmente una plana, una punta seca, piedra pómez, una lima, un diente de jabalí o trozo de marfil, crayón, secadores de tinta, cristales de aumento para aquellos detalles imperceptibles a simple vista y, a partir del siglo XIII, una cavilla, instrumento que servía para indicar sobre el texto original el lugar exacto donde se estaba copiando.

El instrumento por excelencia y con el que se identificaba al copista era la pluma (proveniente de un ave) o el cálamo (pequeño tallo de un árbol seccionado con una navaja) con los que escribía. Las plumas solían ser de buitre, pelícano, cisne, pato o incluso de gallo, pero la más apreciada era la de ganso, específicamente la tercera y la cuarta del ala izquierda.

El copista trabajaba la mayoría de las veces sobre un pergamino. El papiro había caído en desuso desde el siglo IV, y hacia el VIII sólo la cancillería papal recurría a él. El pergamino provenía de la piel tratada de oveja, cabra, cordero, carnero o de aborto de oveja (tipo este último especialmente fino). Era el más resistente de los materiales usados para escribir, y eso lo convertía en un material costoso. Se calcula que una Biblia requería de la piel de toda una manada.


La tinta que utilizaba era casi siempre negra, aunque a veces también disponía de tinta verde, roja y azul. Sólo los iluminadores recurrían a la tinta de oro y plata. La tinta negra, llamada incaustrum, era de origen vegetal. Las tintas roja y azul se utilizaban en las letrae nobiliores o las grandes letras iniciales del texto. La tinta verde tenía un uso similar a las anteriores, pero cayó en desuso hacia el siglo XI. De la tinta provenían la mayor parte de los problemas del copista: olía mal, tendía a secarse y en invierno se congelaba (tanto era así que en algunos monasterios incluso le estaba permitido al escriba entrar a la cocina para recalentar la tinta).

Mientras escribía, el monje sostenía constantemente un cuchillo en la mano izquierda. Este cuchillo llegó a ser el emblema iconográfico del monje copista. También fue uno de los instrumentos que más sinónimos recibió: cultellus, scalpelum, scalprum, canipulum, etc. Este cuchillo tenía varias funciones: servía para afilar el cálamo o la pluma, instrumentos que se desgastaban con facilidad; también para corregir los propios errores de escritura raspando el pergamino (cosa que no le estaba permitida a los escribas judíos, pero sí a los cristianos); también le era útil para cortar las páginas a medida que las copiaba, pues no trabajaba sobre un libro sino sobre pliegos y hojas sueltas que posteriormente serían encuadernadas; además, el cuchillo permitía mantener el pergamino en contacto firme y permanente con la tabla de escritura; y por último, servía como punto de apoyo y equilibrio para la mano izquierda mientras escribía con la mano derecha separada del pergamino, que entonces se consideraba la manera correcta de escribir.

El monje copista sentía afecto por sus instrumentos de trabajo como el que sentía cualquier artesano, pero este tenía prohibida cualquier propiedad privada, por lo que este afecto debía tener un límite. Un copista caía en pecado al decir cosas como “tabulas meas” o “graphium meum”.

No existía impedimento alguno para que el escriba fuera zurdo, pero lo cierto es que en la simbología cristiana referida a la escritura, la mano siniestra nunca alcanzó una valoración comparable a la mano derecha: el único camino que conduce a Dios es el de la derecha; el camino de la izquierda, más confortable, no puede sino precipitar hacia la muerte a aquél que lo elige.

El notario

Mientras que el ámbito del copista es el de la literatura, el del notario se circunscribe al de la ley. Los poderosos dictan unas leyes, y estas deben interpretarse, cometido de los jueces, y registrarse, lo cual corresponde a los notarios. Las propias características del universo legal determinarán las habilidades de las que debe hacer gala el notario para poder dedicarse a su profesión: amplio conocimiento de leyes, lo cual, en determinadas culturas, como la islámica y la judía, implica a su vez conocimientos de teología, pues lo legal y lo religioso van de la mano; lectura de los distintos tipos de escritura utilizados en cuestiones legales, como la minuta, tipo de escritura plagada de abreviaturas que era de uso común en documentos legales; comprensión lectora, para identificar posibles falsificaciones de documentos y saber interpretar la “letra pequeña”, que puede resultar determinante en los contratos; distintos tipos de escritura acordes con el documento a redactar; memoria para reconocer y reproducir las numerosas fórmulas legales que debían reflejarse sin el más mínimo cambio; y conocimientos de latín, hebreo o árabe, idiomas tanto de la cultura como de la ley, si bien en la Baja Edad Media ya se empezaban a utilizar los idiomas patrios también en el ámbito de la ley.

No debe sorprender el hecho de que también sea en el seno de la Iglesia y en sus monasterios donde surja la figura del notario bajomedieval: los copistas cada vez se dedican más a establecer actas de la práctica cotidiana y a escribir los llamados cartularios o becerros, que son registros de las posesiones de las abadías, que podían presentarse como prueba legal en caso de litigio, así como contratos de cesión de pertenencias o de testamentos por los cuales personas adineradas de la alta sociedad solían legar sus posesiones a los abades a cambio de determinados números de misas destinadas a la salvación de sus almas; sin duda, un negocio redondo para los monjes, que debían formalizar por escrito estampando el sello o la firma de ambas partes para impedir que los familiares reivindicaran sus derechos sobre las posesiones del difunto.

Este copista acabó saliendo de los monasterios e instalándose primero en un entorno rural, a las órdenes de un señor, y después en la ciudad, donde la bullente actividad comercial necesita de una figura que se haga cargo de los contratos. Primero es un capellán , que o bien se vincula al servicio de una persona pudiente, o bien trabaja bajo pedido a cambio de un salario. Sin embargo, este personaje, que procede del ámbito religioso, no siempre posee el suficiente conocimiento sobre derecho legal como para redactar documentos fiables; los conocimientos de gramática que había recibido le podían bastar para poner por escrito una súplica, un arriendo o un testamento, pero tenía problemas a la hora de realizar contratos para la cría del ganado, reglamentos del tejido, libros de cuentas mercantiles y demás documentos fuertemente formalizados, ya que en la mayoría de las ocasiones no disponía de un conocimiento aceptable acerca de los rígidos procedimientos legales.

Entonces, las gentes de la ciudad y los señores locales recurrieron al notario propiamente dicho. Este era un experto en leyes que poseía un studium, el cual administraba con algunos clérigos (que no dejan de ser casi los únicos que son capaces de escribir en el mundo medieval) a cambio de un dinero por sus servicios. Los documentos que se redactan, con sus tipos de escritura característicos, se consideran auténticos y válidos ante la justicia porque el notario estampa en ellos una marca propia de su estudio en la parte inferior que actúa como firma legal, y lo hace públicamente, ante las partes interesadas. De esta manera, las escribanías comienzan a ser normales en las calles de las grandes ciudades, y por lo general acabarán agrupándose en una zona determinada de las mismas, tal como hacen los distintos tipos de artesanos, normalmente en un lugar cercano a los centros políticos, como las casas consistoriales. Se les puede considerar, después de todo, artesanos de la pluma.


He aquí un documento redactado por un notario en el siglo XV: se trata de la venta de una propiedad entre Juan Pérez de Castillejo y Pedro de los Ríos por 600000 maravedíes en Córdoba. En él se aprecian los rasgos típicos de la escritura notarial de entonces. Se pueden encontrar muchos documentos como este en el Digital Scriptorium, pero no intentéis leerlos si no tenéis algunas nociones de paleografía, porque no os vais a enterar de nada.

Sin embargo, por los documentos que nos han llegado, parece ser que había queja entre los clientes de que los notarios solían faltar a su trabajo, dejando a otras personas a su cargo; el problema es que estas personas, al no tener la formación necesaria, cometían errores que daban lugar a malentendidos y a la anulación de los documentos por los que se habían pagado, razón por la cual en la reunión de las Cortes en Burgos en 1315 se acordó “que los escribanos y notarios cumplan con su deber y no pongan sustitutos en su cargo.”

El notario de mayor escala social era el funcionario real, que permanecían en la corte, dedicado principalmente a poner por escrito las leyes que se dictaban y los acuerdos a los que se llegaban entre poderosos, o bien acompañaba al alcalde cuando este ejercía su función dirimiendo los pleitos, dejando constancia de los fallos de sus sentencias para que estas fueran respetadas por los litigantes. Aunque los notarios reales recibían un sueldo que provenía de los impuestos, no era raro que exigieran un cobro aparte a aquellos a quienes prestaba un servicio, cosa que se intentó evitar por ley según lo acordado en las Cortes de Burgos.

Con la llegada de la imprenta en 1453, los copistas monásticos fueron desapareciendo, pero en cambio permaneció la figura del notario, que además se adhirió a las imprentas, con lo que sus documentos ganaron en legibilidad y la presencia de las partes se limitó al momento de la firma.

Copistas y notarios en Aquelarre

Tanto copistas como notarios se encuentran bien representados bajo la denominación general de escriba en Aquelarre. Además, no hemos hablado aquí de aquellos que son especialmente hábiles con los números, y que se encargan de llevar la contabilidad de los grandes comerciantes, que confían también en su criterio a la hora de realizar inversiones. Se trataría de un tipo de notario especializado en el comercio, al que podríamos llamar contable, aunque no estaba reconocido como tal en la época ni se diferenciaba de los otros.

Sin embargo, podemos distinguir a cada uno de estos tres tipos según su porcentaje en competencias que, según el manual, no son propias de su profesión. En caso del copista, el mundo religioso del que proviene le otorgaría conocimiento en la competencia de Teología; el notario se distinguiría por su conocimiento de las leyes, que no se contempla en las competencias, pero que podemos crear con el nombre de Conocimiento de Leyes o Derecho; mientras que para el contable sería importante la competencia de Comerciar.

Sin embargo, como hemos dicho, ninguna de esas competencias se consideran propias de la profesión de escriba en el manual. La solución sería o bien considerarlas competencias secundarias según cada caso, u otorgarles una puntuación igual a la característica base x2 sin posibilidad de gastar puntos en ellas durante la creación del personaje.

No obstante, para el caso concreto del escriba especializado en números, es decir, el contable, lo ideal sería hacerse un personaje de doble profesión: comerciante-escriba, que reflejaría su conocimiento tanto en el terreno legal como en el comercial.

3 comentarios:

Athal Bert dijo...

Felicidades, me ha gustado mucho!

Juan Pablo dijo...

Gracias, Athal Bert. Poco a poco iré escribiendo más artículos de estos. En el próximo nos acercaremos al entorno de los cazadores.

Anónimo dijo...

Sí que me he reído un rato con lo del "hombre de la pluma", sí...

A decir verdad (y sincerando mis vergüenzas), de los 9 años que conozco Aquelarre, llevo los 9 años dirigiendo: no, no he jugado a Aquelarre en la vida xD. Tengo ganas y tal... xD

El caso es que siempre he querido que mi Pj fuera escriba. Es de las profesiónes "olvidadas" de Aquelarre. Y también de las más útiles: de los pocos del grupo que sabrían leer e interpretar un documento (y engañar a muchos con lo que en él se dice), recoger agua de la lluvia y buscar agallas de roble por los bosques para la fabricación de su propia tinta, conseguir lapislázuli para crear el caos (xD), antes de matarle alguien podría pensárselo dos veces: no era muy común en la época la figura del hombre culto, etc...

Buen artículo, espero con ansia el resto ;).