viernes, 18 de febrero de 2011

Profesiones medievales: el monje

El monje es una de las nuevas profesiones que se incluyen en la tercera edición de Aquelarre. Aunque, por petición popular, ya apareció en el suplemento Ultreya, de la edición Caja de Pandora, ha sufrido una importante remodelación, sobre todo en lo referente a los Rituales de Fe. Dejando estos aparte, vamos a hablar un poco sobre esta profesión, para que aquellos jugadores que decidan llevar a un monje sepan bien cómo es y ha sido su vida hasta el momento en el que le ha picado el gusanillo de la aventura.

Los primeros monasterios

Los orígenes de la vida monacal se encuentran en la persecución que sufrieron los cristianos en el Imperio Romano, durante el gobierno de Decio y Diocleciano. Los fieles de Egipto, Anatolia y Palestina huyeron al desierto, cuyo clima extremo y sus profundas cuevas proporcionaban un lugar idóneo donde ocultarse. Que estos llamados ermitaños quisieran seguir el ejemplo del retiro de Cristo al desierto fue un añadido de la Iglesia siglos después, para hacernos creer que los orígenes se deben más a la espiritualidad de los ermitaños que a la necesidad de los perseguidos.

El hecho es que, ya fuera por necesidad o por seguir el ejemplo de personajes como San Antonio Abad o San Blas, que donaron todos sus bienes a los pobres y se retiraron a meditar al desierto, llegó un momento en que los ermitaños fueron tan numerosos que comenzaron a formarse comunidades que reunían a centenares de ellos en torno a una iglesia en la que rezaban. Sin embargo, aún no estaban realmente organizados, ya que el único contacto entre ellos se producía en la iglesia; luego, cada uno se retiraba a su cueva o a su choza.

Por entonces, los ermitaños ya practicaban el ayuno y la abstinencia, oraban día y noche y meditaban. Sus reuniones en la iglesia solían celebrarse los sábados, y en ellas los hombres estaban separados de las mujeres, y se sentaban por orden de edad, siendo los más ancianos los encargados del sermón. Además, cada siete semanas celebraban una fiesta, en la que sí podían mezclarse mujeres y hombres, acudían vestidos de blanco, comían pan, bebían agua, consumían hisopo con sal, y terminaban con cantos y danzas que imitaban el paso del mar Rojo.

Entonces llega San Pacomio, un soldado romano convertido al cristianismo, y tras años de vida ascética decide fundar la primera comunidad religiosa en Tabennisi (Egipto). Para ello crea la primera Regla (a las que posteriormente le seguirán otras, destacando la de San Agustín y San Benito), y basa la subsistencia en el trabajo, convirtiéndolo también en método para combatir la ociosidad, enemiga de la Fe. Así, los monjes se convierten en mimbreros, jardineros, carpinteros y copistas que se reúnen en un recinto rodeado por un muro, practicando el consabido Ora et labora. Al frente de la comunidad se encuentra un abad, y los candidatos a entrar en ella deben pasar unas pruebas en las que se valora, principalmente, el orgullo y la caridad. Estamos hablando, por tanto, del primer monasterio.

¿Por qué ser monje?

La vida monacal conllevaba una serie de ventajas que superaban en mucho a los inconvenientes de la rígida Regla a la que estaba sometida la comunidad. En un mundo plagado de guerras, de hambre y de enfermedades, no era ninguna nimiedad el hecho de tener un lugar en el que mantenerse a salvo de las armas y poder comer todos los días. Muchas personas llamaron a las puertas de los monasterios atraídos por un deseo de amparo y seguridad, y aunque en algunos se exigían duras pruebas para demostrar la vocación, las bondades de una vida alejada del terrible mundo exterior dominado por la Muerte eran un acicate más que suficiente para soportar todo lo que fuera menester. Esto hizo que los monasterios se llenaran, que los monjes se multiplicaran, y que fuera tan difícil encontrar entre ellos a uno que tuviera verdadera vocación.

Además, ser monje no solo era una ventaja dentro del monasterio, sino también fuera de él. No pocos vestían los hábitos fingiéndose monjes para conseguir asilo y comida gratis en los monasterios por donde iban pasando, o incluso para ser admitidos en castillos y mansiones de poderosos como hombres píos, aprovechándose de los ingenuos. De estos habla San Benito en su Regula Monachorum, refiriéndose a ellos como giróvagos o monjes vagabundos, unos pícaros con don de palabra capaces de engañar incluso a los propios monjes.

Meter a un hijo a monje era también una buena manera de tener una boca menos que alimentar, aunque para ello el campesino tuviera que donar una parte de su tierra; y en el caso de los nobles, no había mejor manera de apartar a los herederos de las intrigas palaciegas que encerrándolos de por vida en un monasterio.

Vale, quiero ser monje. ¿Cómo entro en el monasterio?

Lo dicho anteriormente es la razón por la que el monasterio permanece cerrado durante cuatro o cinco días antes de admitir en él al aspirante, para que demuestre que tiene verdadera vocación a través de su perseverancia; aunque, por otra parte, si acude huyendo de guerras y hambre, poco más le quedará por hacer que esperar a la sombra de los muros del monasterio. Pasado ese tiempo, si sigue allí se le abren las puertas y se le deja en la hospedería unos pocos días, y después se le traslada a la residencia de los novicios, donde será vigilado por un monje anciano que determinará si realmente pretende seguir el camino de Dios. Si se le juzga apto, al cabo de dos meses se le lee la Regla; de aceptarla, permanece con los novicios y al cabo de seis meses se le vuelve a leer la Regla; si persiste, se le vuelve a leer por última vez tras otros cuatro meses, momento en el que debe decidir definitivamente si se adscribe a ella, y se le deja claro que de hacerlo ya no podrá abandonar el monasterio.

El nuevo hermano es presentado a la comunidad en el oratorio, en un ritual en el que hace promesa solemne de obediencia al abad y a la Regla delante de todos. A continuación, realiza una petición a nombre de los santos cuyas reliquias se guardan en el monasterio, y del abad, la cual debe escribir, o, en caso de que no sepa, pedir a otro que la escriba por él, y depositarla en el altar, recitando unos versos a los que debe responder la comunidad. Por último, el novicio se postra a los pies de cada hermano, y al terminar este ritual se convierte por fin en miembro de la comunidad. Si tuviera bienes, debe cederlos al monasterio y no guardar absolutamente nada para sí. Incluso debe despojarse de sus ropas, que se guardarán, recibiendo las propias del monasterio; si alguna vez es expulsado del mismo, se le devolverán las ropas con las que llegó.

Este mismo proceso debe seguirlo incluso el sacerdote que sienta la llamada de la vida monacal, incluido el de la denegación inicial de su entrada al monasterio, cerrándosele las puertas durante unos días. Si el aspirante es un clérigo, la cosa cambia, pues le permite San Benito asentarse en un puesto intermedio; cosa que, en la práctica, dependiendo de la dignidad del clérigo, no se cumpliría a rajatabla.

También los niños podían entrar; eran los llamados oblatos, niños confiados por los padres a un monasterio para que los educaran. La mayoría procedía de la baja nobleza, siendo sobre todo hijos segundones que no heredarían los títulos de su padre, y que por tal razón confiaban a los monjes, que los recibían encantados, por una parte, por las sustanciosas donaciones de las que venían acompañados, y por otra, porque los niños eran mucho más fáciles de educar que los adultos. La edad normal de ingreso era los siete años (edad a la cual, por otra parte, los niños, que hasta entonces habían recibido los cuidados y la educación por parte de la madre, pasaban a la custodia del padre, que les enseñaba su oficio). Una vez en el monasterio, ingresaban en una escuela donde aprendían gramática, y en determinados monasterios, como en Cluny, también a cantar, pues eran muy apreciadas sus voces angelicales en los coros; tanto, que los mejores eran castrados para que no perdieran jamás ese timbre (un "premio" que sugeriría adoptar en programas como Operación Triunfo).

No obstante, aunque los niños tenían la ventaja de que, al contrario que los adultos, aceptaban con naturalidad la Regla, también traían algunos quebraderos de cabeza con sus travesuras, que se producían con frecuencia, buscando romper el tedio de una vida dominada por la rutina. Una de sus bromas preferidas era dejar caer cera caliente desde las sillas superiores del coro sobre las cabezas afeitadas de los que ocupaban las sillas bajas. Y eso a pesar de que la más mínima falta, como cometer un error al cantar, romper el silencio o quedarse dormido durante los oficios, era castigada severamente por el maestro, que enseguida asía la temida vara de sauce, le quitaba la capucha y el hábito y se liaba a zurriagazos con el oblato.

Algunas órdenes, como la del Císter, no admitían niños de menos de diez años, debido a que era difícil mantener el silencio con ellos correteando por el monasterio. Además, los niños demandaban demasiada atención: a cada uno, o a cada dos en caso de que hubiese muchos, le era asignado un maestro encargado de vigilarlo y educarlo, y que se convertía en su sombra durante todo el día. También otros hermanos debían encargarse de su formación, como el monje cantor, que debía educar sus angelicales voces. Y a pesar de todo, la asignación de un maestro no bastaba, pues se hacían necesarias celdas especiales para ellos y la necesidad de mantenerlos separados de los monjes que oraban en un estricto silencio. Eran, pues, una importante fuente de distracción que perturbaba la vida monacal, y por ello muchos monasterios se negaron a acogerlos.

La vida en el monasterio

No me limitaré a hacer aquí la enésima enumeración de deberes y ocupaciones que organizaban la vida en un monasterio. Para ello, se puede leer la Regla de San Benito, o bien puedes consultar el manual de Aquelarre, donde en el capítulo titulado Mores, Ricard habla de ello con su habitual amenidad y claridad. Sabemos la teoría, pero bien sabemos que la práctica, en ocasiones, es muy diferente. Vamos a ver con qué problemas debía lidiar un monje en su día a día, en qué ambiente se encontraba y, en definitiva, cómo era su vida en verdad.

Dijimos al principio que la vida monástica comportaba grandes beneficios para las personas de la época, que en su mayoría vivían desamparadas. Pues bien, hablemos ahora del principal inconveniente, que era la mortificación. Todo buen monje debía realizar una serie de actos que le ayudaran en su deseada unión con Dios, pues es sabido que vicios como la ociosidad o la comodidad pueden apartarle fácilmente de Su camino. Así pues, es necesario vestir con ropas que irritan la piel, hacer uso del cilicio (un saco áspero que se vestía para evitar la erección), sufrir el frío y la humedad de las celdas, recitar el Salterio de pie y con los pies metidos en agua helada, rezar con los brazos en cruz durante horas, ayunar y usar una piedra como almohada. Y eso no es todo, pues cuando te vayas a dormir a tu "cómoda" piltra pétrea, agotado después de tanta mortificación, solo tendrás unas horas de sueño antes de volver a levantarte, en mitad de la noche, para rezar los Laudes y disponerte a comenzar una nueva jornada de trabajo. Y ni se te ocurra quejarte de tu dolor ni de tu cansancio, y mucho menos de los castigos que se te impongan, aunque sean injustos.

Y es que incluso el más leve descuido puede ser castigado con la reclusión del monje en su celda, que puede estar a pan y agua durante días o semanas. Si se derrama la comida mientras se sirve, se debe hacer penitencia en la iglesia postrado inmóvil durante el canto de doce o más salmos. Si se rompe el silencio durante la comida, se reciben media docena de latigazos en el capítulo; este número puede aumentar si se ha olvidado de rezar, se ha bromeado durante un oficio o se le descubre al monje alguna propiedad que guarde en secreto. Faltar al voto de obediencia al abad se considera la falta más grave, que se castiga con nada menos que cincuenta latigazos.

Además, los monjes debían realizar confesiones periódicamente, en las cuales relataban sus pecados. Desde el siglo VIII, los laicos también recibieron la obligación de confesarse al menos una vez al año. Los pecados se perdonaban mediante penitencias, que consistían en periodos de tiempo distintos dependiendo de los pecados, en los que se debía ayunar con pan, agua y sal. Los laicos podían acortar su tiempo de penitencia realizando donaciones a la Iglesia, peregrinando o incluso conmutarlas participando en las Cruzadas.

Curiosamente, dentro de los monasterios, la ducha se consideraba otra forma de penitencia, habida cuenta de que se realizaban con agua fría; solo los enfermos y los huéspedes de honor podían beneficiarse de un baño con agua caliente. Por esa razón, los monjes no se duchaban más de tres veces al año, y si en lugar de ducharse se bañaban debían hacerlo rápidamente para no encontrar placer en ello. Imagínese entonces el hedor en que vivían envueltos, el cual se acrecentaba debido a otras prácticas: los hermanos dormían totalmente vestidos en una sala común, y solo se quitaban la capucha y el escapulario; y si bien esto era de agradecer en el frío invierno, en verano se convertía en una auténtica penitencia, y el olor a sudor debía ser horrible.

Así pues, el aseo habitual se reducía a lavarse la cara y las manos en un lavabo situado en el claustro, tras el oficio de la hora Tertia (a las nueve de la mañana), y al afeitado, y esto en los monasterios que lo permitían. En unos casos, tanto el baño como el afeitado se realizaba en grupo y bajo la supervisión de otro monje, buscando con esta carencia de intimidad el evitar las tentaciones carnales; en otros, se sentaban alrededor de las paredes del claustro y se afeitaban los unos a los otros mientras recitaban salmos, infligiéndose horribles heridas, lo cual llevó a algunos monasterios a contratar a barberos laicos.

El estricto horario que debían cumplir era otra forma de penitencia. Como dijimos, la jornada comienza con los Laudes, a las tres de la madrugada. Una campana suena a esa hora, llamando a todos los monjes, que deben estar en el coro antes de que deje de sonar; quien llegue tarde, debe pedir perdón y confesarse en el capítulo, y, en algunos monasterios, podría también ser castigado e incluso azotado. Allí, en la penumbra solo combatida por la débil luz de los cirios, había que iniciar una dura lucha contra el sueño, ya que un monje paseaba a lo largo del coro con un farol, azotando a todos aquellos que tuvieran los ojos cerrados e incluso señalando a aquellos que deberían ser castigados más tarde. Después podían retirarse a sus celdas y seguir durmiendo hasta las seis (hora prima), en que se celebraba el primer oficio del día, y luego, a lo largo de este, seguirían cuatro más. Aparte, se realizaban dos misas, una por la mañana y otra al mediodía, y esto sin contar con las misas particulares y oficios adicionales celebrados en cada monasterio. Tal cantidad de oficios llevó a que los hermanos tuvieran que dejar determinadas tareas a hermanos legos, monjes analfabetos procedentes del campesinado, que en la práctica se convertían en criados de los otros, provenientes de la aristocracia.

Esto nos lleva a hablar de la estructura jerárquica del monasterio. Ya hemos dicho que los monjes huían de la ociosidad, pues acechaba el pecado de la pereza, que podía alejarles de Dios, así que la mayoría de ellos tenían adjudicada una tarea que debían realizar cuando no estaban celebrando oficios o rezando. Sin embargo, no era raro que a veces el trabajo se antepusiera a los oficios, pues al fin y al cabo era a través de él como subsistía la comunidad.
Al frente estaba el abad, que podía nombrar a todos sus subordinados y distribuir tareas; era el que disfrutaba de los mejores aposentos, con su salón, cocina y capilla dentro de la clausura, donde recibía a las visitas importantes, y el que más tiempo pasaba fuera del monasterio, ya que debía viajar y los viajes requerían mucho tiempo.
Por esta razón, era el segundo abad, el llamado prior claustral, el que en la práctica era responsable del buen funcionamiento del monasterio. Este se ayudaba de otros priores que supervisaban la vida interna de la comunidad.
Estaba también el monje cantor, encargado de enseñar a los demás el canto y la liturgia, y el sacristán, que cuidaba la iglesia, los altares y las reliquias que tantos ingresos suministraban al monasterio gracias a los óbolos (donaciones) de los peregrinos que acudían a visitarlas.
Otra labor importante era la del limosnero, encargado de repartir la limosna entre los pobres y lisiados que se agolpaban a las puertas del monasterio en busca de la caridad cristiana de la que habían de hacer gala los monjes; y la del hospedero, que se encargaba del hospedaje de monjes y peregrinos, proporcionándoles alojamiento, comida y establos; ambas tareas codiciadas por los monjes, porque les permitía tener control sobre parte de los ingresos del monasterio.
Otra de las tareas preferidas era la de cillerero, encargado de abastecer de alimentos, bebida y leña a los hermanos y los huéspedes de la abadía, ya que a pesar del duro trabajo que llevaba a cabo, buscando y almacenando las provisiones, era una oportunidad para romper su clausura, visitando los huertos.
El chambelán era el encargado de suministrar y lavar las ropas a los hermanos, mientras que el curandero administraba la enfermería, una estancia separada, con sus propios dormitorios y su capilla, que albergaba a los monjes enfermos y se usaba como asilo para los ancianos y los inválidos.
Allí se solían retirar los abades que por edad ya no podían realizar su función, pues la enfermería gozaba de determinados privilegios, como abundante leña en invierno y una alimentación especial en la que se incluía la carne. También existía el enfermero, más experto en plantas curativas.

Pero todas estas tareas estaban reservadas a los monjes procedentes de la aristocracia. Los procedentes del pueblo llano, llamados legos, empezaron a ser admitidos cuando los otros, que no estaban habituados a las labores de servidumbre ni tenían tiempo para ellas entre tanto rezo, necesitaron mano de obra. Los legos vivían apartados de ellos, con su propio refectorio y sus dormitorios, y en el claustro solo podían pasear por la parte occidental. En los oficios estaban separados por una pantalla y no tomaban parte en ellos, limitándose a recitar oraciones que habían aprendido de memoria por ser analfabetos. Entre ellos se repartían las labores manuales, de limpieza, servicio, el trabajo de los huertos y las reparaciones. Prácticamente, los legos eran esclavos de los monjes aristócratas, reproduciéndose en el monasterio la misma realidad social que existía fuera de él, aunque muchos campesinos preferían aquella vida comparada con las dificultades que les deparaba la laica.

Con lo dicho hasta ahora, puede que el lector se haya formado una visión del monasterio como un lugar de frenética actividad, en el que cuando no se está en la iglesia, se está trabajando. Pero eso no significa que fuera un lugar ruidoso, sino todo lo contrario, pues no se debe olvidar que una de las virtudes principales de los monjes era el silencio. Nadie debía hablar más de lo necesario, pues el silencio evitaba que la mente se distrajera de sus obligaciones espirituales. Incluso en los grandes monasterios absorbidos por las labores administrativas, que precisaban de una comunicación más constante, el silencio era obligatorio en la iglesia, el refectorio y los dormitorios. En aquellos en los que el silencio era más estricto, como los de los cartujos, se desarrolló un curioso lenguaje de signos parecido al de los sordomudos, que incluso se enseñaba a los novicios.

Pero incluso en ese mundo de silencio y recogimiento existían lugares destinados a hablar. Tal era el caso de la sala capitular, donde los monjes se reunían por la mañana, sentados en hileras de asientos ajustados a las paredes, y en la que, bajo la presidencia del abad (y más frecuentemente, del prior, por la ausencia de aquél) se repartían las tareas del día y se comentaban los asuntos de la comunidad. Era también el momento de confesar tanto las faltas propias como las de otros hermanos, ocasión que los monjes aprovechaban para sacar a aflorar sus envidias y rencores y llevar a cabo sus venganzas con la mayor inquina. La reunión terminaba sobre las diez, con la correspondiente aplicación de penitencias por las faltas confesadas o imputadas.

Por último, hemos de hablar de la alimentación. Todo monasterio tenía sus huertos y tierras de labranza trabajadas por los hermanos legos y de las que obtenían su sustento, además de uno o varios pozos de los que sacaban agua. La comida se almacenaba en la despensa, que siempre debía estar preparada para hacer frente a cualquier contingencia, como la visita de una personalidad importante, con el consiguiente consumo de víveres por parte de su séquito, un frío invierno o una mala época de cosechas perdidas. Se hacían dos comidas al día: un almuerzo a las diez de la mañana y una cena a la puesta de sol, ambas en el refectorio. No existía el desayuno, salvo agua y un mendrugo de pan, si es que se tenía. Por lo demás, la comida variaba bastante dependiendo del monasterio: en algunos había de todo tipo, y en otros se vivía con lo justo. Los que mejor comían eran el abad y el prior, que podían incluso disponer de cubiertos de madera, todo un lujo para la época. Su dieta estaba compuesta de perdices, capones asados, pasteles de alondra, salchichas, pavo real, pajaritos, pescado, cerdos rellenos, anguilas rebozadas, legumbres, y de postre barquillos de fruta, peras, confites y nísperos. La mayoría también tenían sus viñedos y consumían vino (que en la época se tomaba caliente), el cual también tomaban los monjes, pero no los legos. El resto debe contentarse con las habituales gachas, potajes, verduras y pan, y nunca comen carne, a no ser que estén enfermos (o lo finjan, pues recordemos que en la enfermería se puede comer carne). De bebida, suelen tomar cerveza y sidra.

Lugares y edificios del monasterio

Para concluir, hablaremos de los diferentes lugares que existen en el monasterio, aunque ya hemos mencionado algunos de ellos de pasada.


Y empezaremos por las celdas y los dormitorios. Ya hemos dicho que la mejor de ellas se reserva para el abad o el prior, y que cuenta con dormitorio privado, salón, capilla e incluso una cocina donde le preparan sus manjares. Existen también dormitorios especiales para las visitas de reyes, aristócratas y el alto clero. Los monjes tienen a su disposición celdas individuales, mientras que los legos y los oblatos deben dormir en dormitorios comunes. Sin embargo, las celdas de los monjes tampoco es que fueran gran cosa: tenían un camastro junto a la pared con paja fresca, una pequeña mesa con una silla y un pequeño arcón para guardar la ropa, todo en un espacio muy reducido, y con una ventana por la que se colaba el frío en invierno, pues el cristal era demasiado caro y se cerraban con portillos de madera. También podían disponer de alguna vela que daba algo de luz y calor. Pero en las comunidades más numerosas no había celdas para todos los monjes, y estas eran ocupadas según la categoría y la antigüedad; el resto tenía que conformarse con dormir en una sala común, normalmente junto a las cocinas, donde se pasaba mucho más frío.

Una reducida parte del monasterio se destinaba al cementerio, donde se enterraba a los hermanos que morían, con excepción del abad, que se enterraba en la sala capitular o junto a la entrada a la iglesia; algunos incluso se hacían construir mausoleos, a pesar de la austeridad debía presidir la vida monacal. El cementerio se solía situar junto a los muros, y cerca estaba el osario, lugar donde se reunían los huesos que se sacaban de las sepulturas para volver a enterrar en ellas.

Ya hemos hablado de la sala capitular, donde se reúnen los monjes por la mañana para hablar de los asuntos de la comunidad, confesar sus faltas, lanzar acusaciones a otros y recibir las penitencias por parte del abad o el prior, que también se encarga de repartir el trabajo del día. En los raros casos en los que no había sala capitular, para estos menesteres se usaba el coro de la iglesia. También hemos dicho que es en la sala capitular donde se suele enterrar a los abades.

El refectorio es el lugar donde los monjes se reúnen para comer, mientras un hermano lee unos salmos sentado en medio de la sala. Uno de los monjes servía la comida. Se sentaban diez monjes a cada mesa. Cerca de él podía hallarse la cocina, la despensa y el calefactorio.

En muchos monasterios también existía una biblioteca, un edificio que, a diferencia de ahora, no se usaba para leer los libros que en él se guardaban, sino como lugar de trabajo, en el que se destinaban lugares para fabricar pergaminos y tinta, copiar e iluminar los libros, encuadernarlos y depositarlos.

La enfermería recogía a los enfermos e inválidos, y la administraba el enfermero con la ayuda de algunos legos designados por el abad. Disponía de dormitorios, capilla, almacén, cocina y despensa propios. Aparte de estos, podía existir al menos un almacén en cualquier otro lugar del monasterio, y también un ropero. A veces se destinaba un lugar de la enfermería para guardar las melecinas y utensilios médicos, e incluso se creaban jardines en los que se cultivaban plantas medicinales.

En un lugar apartado se ubicaba la casa de los peregrinos, y cerca la casa de la servidumbre con sus establos, destinados a los visitantes y sus séquitos.

La existencia de baños y letrinas no era demasiado común, ya que, como hemos visto, el aseo no era importante y se carecía de intimidad. En caso de que hubiera letrinas, si estas estaban separadas por una pared, los monjes estaban obligados a levantar las manos por encima del muro mientras hacían sus necesidades, para que los hermanos pudieran comprobar que no se estaban abandonando a prácticas pecaminosas.

Dejamos para el final el edificio de la iglesia, que era el más frecuentado por los monjes. Suele tener tres puertas: la principal, por la que se sale al exterior, otra en el ábside (parte semicircular donde se encuentra el altar) por la que se llega a la sacristía (lugar donde se guardan objetos pertenecientes al culto) y otra practicada en uno de los muros laterales que da paso al claustro. Existen además celdas penitenciales, donde se llevan a cabo los castigos. En algún lugar del templo están a la vista las reliquias del santo patrón del monasterio, importante fuente de ingresos, ya que es motivo de peregrinación. El coro, que puede estar en la nave central rodeado por una reja o tras el altar mayor, es el lugar donde se sitúan los monjes para realizar sus cánticos.

El claustro, adosado a la iglesia, consta de cuatro galerías. En la oriental suele situarse la sala capitular, en la occidental el almacén y la sala de los legos, y en la frontera el refectorio con su calefactorio y su cocina anexos, aunque esta disposición no es igual en todos los monasterios. Los monjes usan las galerías para pasear mientras meditan.

El monje en Aquelarre

Por lo que hemos visto, resulta evidente la dificultad que comporta asignar unas competencias típicas a los monjes debido a la diversidad de su condición social y de las tareas que pueden realizar. No obstante, en la nueva edición de Aquelarre se concretan en Enseñar, Latín, Leer y Escribir y Teología como primarias, y Cantar, Descubrir, Elocuencia, Empatía, Escuchar, Griego, Árabe y Memoria como secundarias. Son competencias que, efectivamente, podrían compartir todos los monjes, pero debemos excluir aquí, tal como se hace también en el manual, a los legos, que, recordemos, son campesinos y en su gran mayoría analfabetos.

El problema llega con los llamados obedienciarios, que son los monjes que llevan a cabo tareas determinadas, según se ha desarrollado más arriba: para algunos de ellos, como el monje cantor, nos basta con dedicar más puntos a las competencias secundarias que se destinan a su labor, en este caso Cantar, o en el caso de monjes dedicados a la vigilancia, como priores y maestros, Descubrir y Escuchar. Otros, no obstante, no ven reflejadas sus habilidades más importantes en ese grupo; es el caso del curandero, al que le vendría muy bien Medicina, o del enfermero, que necesitaría de Conocimiento Vegetal o incluso Alquimia, y otros tal vez deban ver reflejadas sus habilidades en algún tipo de Artesanía. En estos casos, es recomendable sustituir una de las competencias secundarias por la competencia en cuestión, y la competencia a sustituir sería con preferencia el Griego o el Árabe, pues en realidad pocos eran los monjes que tenían conocimientos de otro idioma que no fuese el latín, y aún así este de forma rudimentaria, si no se era escriba o ecónomo (encargado de administrar los bienes y custodiar la biblioteca).

Por otra parte, por la vida que llevan, a excepción del abad, que suele viajar, o los limosneros, que viajan a las ciudades cercanas para repartir las limosnas y ayudar a los necesitados, los monjes pueden parecer injugables; recordemos que los monjes vagabundos, llamados giróvagos, son en realidad pícaros expertos en la competencia de Disfrazarse (especializada en los monjes) razón por la cual no entrarían dentro de esta profesión ni tendrían sus mismas competencias. Esto quiere decir que, por lo general, el monje, en el momento en que sale de aventuras, dejaría de ser monje, pues no está hecho para hollar los caminos, sino para la vida en reclusión. Claro que puede tener una razón de peso para abandonar el monasterio; puede acompañar al abad en sus viajes porque este se dirija a algún lugar en el que se hable un idioma que domine el personaje, sirviéndole como traductor; o convertirse en el espía del obispo que, enfrentado con el abad, ha conseguido introducirlo en el monasterio y suele llamarlo a su presencia con cualquier excusa. Como siempre, no tenemos más que echar mano de nuestra imaginación para sacar al monje de su monasterio sin que necesariamente haya sido expulsado de él.

En cuanto a los rangos, aunque están bien definidos desde abad a novicio, creo que ha faltado aclarar que este último, que dentro del monasterio equivale a la Posición Social de campesino, se abandona cuando concluye el periodo de noviciado, momento en el cual el monje recuperaría su Posición Social original. Por tanto, en realidad un personaje campesino no podría ser monje, ya que en tal caso le correspondería ser un lego, los cuales no están reflejados en el manual por la misma razón por la que se decidió dejar fuera a los siervos de la gleba, que es su escaso potencial aventurero debido a las restricciones propias de la vida que llevan.

Hay dos cosas que, por no extenderme, no he tratado en este artículo: primero, las monjas, que aunque fueron mucho menos numerosas que los monjes (justo lo contrario de lo que ocurre en nuestros tiempos) merecen un capítulo aparte; y por otra parte, los canónigos regulares, que podríamos entender como personajes de doble profesión clérigo-monje. Hablaremos de ellos en otro artículo (si Dios quiere).

4 comentarios:

Athal Bert dijo...

genial, felicidades de nuevo! Deberían hacerse artículos de este tipo desde Aquelarre hasta la actualidad.

Anónimo dijo...

¡Muy interesante, como siempre!

Muy curioso ese vigilante nocturno para espabilar a aquellos que se durmieran en sus rezos...

¿¿Al final se han dejado fuera del manuala a los siervos de la gleba??

Vale que un siervo de la gleva fuera de la tierra que trabaja (de aventuras, vamos xD) ya no es siervo de la gleba (y por tanto, personaje inútil); pero aún así tenía su puntazo.

Extremista que es uno :P.

Un saludo.

Trent.

Juan Pablo dijo...

Gracias, Athal Bert y Trent.

Pues sí, los pobres siervos de la gleba han sido desterrados de la tercera edición; yo los hubiera mantenido al menos como profesión paterna. No obstante, sí que existe el siervo de corte, que ese sí que puede dar juego al encontrarse en medio de intrigas palaciegas.

En cuanto al monje, con el artículo quería dejar claro sobre todo que la vida monástica no es ningún chollo, aunque tenga sus ventajas.

Luis Miguez dijo...

Otro post genial, Archimago...